Malayerba: La promesa

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Él, que había llevado y traído mota, coca y heroína. Que había manejado ese Mustang rojo, con su pelo largo y jipioso, cuando aquellos pistoleros amigos suyos habían ejecutado al comandante de la judicial. Que debía varias vidas.

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El mismo que rebosó sus bolsillos y cajones con dólares de tanta movida. Tenía que hacer ahora una promesa. Así se lo pedía su madre, enferma y ya vieja. Quiero que te salgas, m’ijo. Quiero que le pares a eso, que andes tranquilo y te guardes un dinerito. Están duros los chingazos y no quiero que en una de esas te toque. No quisiera tener que enterrarte.

Ta´bueno ma. Ai muere: voy a hablar con mi jefe, con las gentes estas del otro lado, pa’salirme desta. Le paro aquí, como tú me lo pides. Lo prometo. Te lo juro amá.

No podía creerlo. No se creía ni él mismo: era un hombre de palabra, pero también un sacrílego, y en este juramento, con todo y su irreverente personalidad, estaba haciendo todo lo contrario.

Por eso su voz, específicamente cuando dijo lo prometo, le pareció un tanto hueca. Como si estuviera hablando dentro de un cuarto grande y vacío. Llegó incluso a escuchar su eco. Su voz repetida, respondiéndole, recordándole el juramento.

No había más qué decir: era su palabra en plena batalla contra su trayectoria hereje y profana, y en esta ocasión la primera ganaba  todos los raun y la batalla.

Le dedicó semanas a la casa.  Las mujeres, que también eran su vicio, no dejaban de buscarlo. Ni él a ellas. Pero estuvo más tiempo con su madre. Atendiéndola. Visitó parientes. Tuvo tiempo para él y algunas personas cercanas.

Ya no tenía el peso del negocio encima. Ya estaba fuera. Lejos, otros movían lo que una vez, apenas semanas atrás, a él le tocaba. Ya no le hago, respondió en seco a las invitaciones para que regresara.

Le pasó cerquita la tentación. Y fueron varias veces. Como esa en que el gringo aquel, contacto suyo en Los Ángeles, le llegó a su casa con un maletín lleno de dólares. Fajos y más fajos. Ten, y le extendió un paquete apretado de billetes.

Échame la mano. Con un español envidiable le pidió que lo llevara con algún vendedor de coca. Quería surtirse de buena mercancía y llevarse el cargamento.

Ya no le hago. La neta. Le prometí a mi amá que me saldría del negocio. Y le voy a cumplir. El gringo entendió pero antes de despedirse le pidió que lo contactara con alguien que pudiera ayudarle.

Siguió su camino, bifurcándose invariablemente de quienes lo invitaban, insistían, para que reingresara a los sótanos de los ajustes de cuentas y la droga. No claudicó.

Llevo dinero para ayudar a su madre. Sobrevivió con lo que le quedaba. Hasta que no le quedó más. Ni mamá. Años después, con la vida churida tanto como su piel, deambula como un cauboi culichi. Pide dinero a sus viejos contactos, amigos muchos de ellos, que siguen moviendo mercancía.

Sigue ahí, manteniendo intacto el lado sucio de su ex vida. Le da nostalgia el poderoso dedo en el gatillo de su cuarentaicinco y su billetera regordeta. Pero se queda ahí, con su promesa.

El juramento lo detuvo en el tiempo. Unos murieron. Los que están vivos tienen dinero, gente a su servicio, carros de lujo. Él tiene ese bastón de palofierro. Y una loza de recuerdos.

Su madre murió. Selló sus ojos mandones el 6 de enero. Día de Reyes. Ahí frente a las botellas, con sus ojos acuosos de años y llanto, recuperó su herejía, su parte sacrílega: Mira el regalo que me trajeron los hijos de su maga madre… que la chinguen junto con toda la corte celestial.

Columna publicada el 16 de mayo de 2021 en la edición 955 del semanario Ríodoce.

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