Malayerba: El grupo de los siete

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Después de aquella última llamada el teléfono se había quedado mudo. No sonaba. La voz se oyó fuerte, como un golpe de martillo en la cabeza de acero de un clavo: cuídate cabrón, porque en donde te encontremos te vamos a matar.

Lea: Malayerba: El clavo de fábrica https://bit.ly/2QGNUzM

Eran seis sus amigos. Todos de su camada. Los seis estaban muertos y sólo quedaba él en la lista negra. Empezó a sudar helado. No supo qué hacer. Hasta que se lo contó a su padre.

Los muchachos vieron algo. Tal vez se metieron con alguien pesado. O quizá con alguna mujer de narcos. O algún pleito callejero. Quién sabe. El caso es que fueron los siete o al menos la mayoría de ellos. Por eso fueron contra todos.

Él era el menor de la familia. Un joven tranquilo, de buenas calificaciones. Sus amigos no eran una banda de yuniors ni vándalos. Se juntaban para pistear y asistir a fiestas. Escuchaban música y se iban al mar, a dar la vuelta.

Pero no andaban de desmadrosos. Sí, de vez en cuando algún ligue. Y los pleitos efímeros que nunca faltan. De esos que se apagan tan pronto como encienden. Se quedan ahí, para ser recordados como algo chusco. Nomás.

La bronca, que no se sabe cómo inició, es que empezaron a matarlos a todos. Uno por uno y hasta de a dos. Así fue con el charli y el sebas. Todo porque andaban juntos, esa tarde, por casualidad.

Por lo menos él tuvo la suerte de recibir esa amenaza. No supo de qué se trataba, pero sí que tenía que hacer algo. Huir, esconderse, buscar protección, contárselo a su papá. Empezó por esto último.

Se movió con algunos amigos, gente de la policía. De esos que andan de uniforme, dizque investigando, pero que tienen contactos con la maña. Más bien que trabajan para ellos. A cambio de una buena lana.

El policía les contó que era una bronca gruesa. Sin salida. De todos modos lo van a matar. Les aconsejo que si pueden lo saquen de aquí. A la sorda. La otra es esperar, a ver si se enfría. Pero no creo.

Lo sacaron y fue toda una proeza: de madrugada, saltó hasta la casa de atrás y de ahí se metió en la cajuela de un carro, después a toda prisa con destino a Guadalajara. Allá estuvo tres días.

Dos hoteles y la casa de un pariente lejano fueron mucho movimiento para tres noches. Y de nuevo la madrugada lo vio partir rumbo a Colima.

Sus parientes lo esperaron en una casa. Ya lo sabían y hasta dieron pasos en busca de una solución. Eran parientes narcos y de los encumbrados. Tuvieron una reunión con otro grupo, los que querían matarlo.

Uno de los jefes, pariente del joven, les advirtió. No queremos broncas y lo mejor es que ahí la dejen. El muchacho no tiene pedos. Pero si aún así quieren darle para adelante pues no más digan. Y así nos matamos todos.

Entonces recularon. Ahí muere pues. Nada más una cosa: si se aparece por allá, si tan sólo pisa el terreno, le damos pa’bajo.

Asintieron. Lo sacaron de ahí. Más allá de la frontera. Esa ciudad estadunidense los albergó  a él, su esposa y sus dos hijas.

Cada año o más vuelve a su ciudad, a su casa. Nadie avisa que viene. Nadie lo recibe. Se aloja en casa de sus padres. Va y viene con la familia, pero solo a ver a hermanos y a la abuela. O se queda encerrado.

De vez en vez voltea a ver el teléfono. Sigue mudo para él. Ninguna llamada. Es como si no existiera en la ciudad, como si no estuviera. El teléfono enmudece. Y él se queda sordo y mudo también. Cada que viene.

Columna publicada el 28 de marzo de 2021 en la edición 948 del semanario Ríodoce.

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