Despiértame cuando acabe la pandemia

MARZO DE 2020. El pánico al virus.

“Nunca pensé que viviríamos algo así”, me dijo uno de mis hermanos. Estaba atribulado. Era marzo de 2020, hace un año. Antes de que nadie lo hiciera, solo por los reflejos amenazantes del virus que nos llegaban de China, se cubrió de pies a cabeza y solo salía de su casa lo necesario: camisas de manga larga, guantes, cobreboca —tenían que ser KN-95 originales—, lentes de protección y sombrero de gambusino que remataba con una escafandra de tela para no dejar un centímetro cuadrado descubierto. Para no toparse con mucha gente salía de compras apenas abrían las tiendas, no hablaba ni con la cajera y sanitizaba todo en la cochera antes de ponerlas sobre la barra de la cocina. Se mudaba de ropa y se bañaba. Él no salía de su casa salvo que fuera estrictamente necesario, así que yo lo visitaba y solo podía verlo en la calle, ni siquiera en la banqueta. Llegaba en mi auto, bajaba una silla campera que me acabé de visita en visita y charlábamos siempre cerveza en mano a una distancia de dos metros. Delante de él echaba agua con cloro a los botes para darle confianza, pero prefería sacarlos de su refrigerador. “Más seguro más marrao”. La vida, estábamos seguros, había cambiado de repente.

No dimensionamos, porque no había manera de saberlo y no la hay ahora, qué tanto la vida nos planteaba llevarla de otra manera. Con ganas de dormirnos y despertar cuando acabara la pandemia. Pero no es así. Y todavía hay gobernantes que hablan de volver a la normalidad como si eso fuera posible. Se lo acabo de escuchar al de México. No se aprende o se engaña al prójimo. Y se venden felicidad y esperanza como comida chatarra en la puerta de las escuelas. No se habla con la verdad porque eso tiene un costo y nadie quiere pagarlo. La vida nos ha propuesto un cambio a partir de Wuhan pero nos hemos negado a aceptarlo porque no es fácil adaptarnos o porque no nos conviene. En un año en México han muerto más de 400 mil por la pandemia y en Sinaloa 11 mil, pero seguimos yendo al bar, a la playa y a los centros comerciales. Y nos enojamos si imponen restricciones. Hemos visto morir a gente muy cercana a nosotros, algunos a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, pero aún no hemos tomado conciencia de que podemos contagiarnos en contactos sociales que podemos evitar. No podemos dejar de trabajar porque entonces moriríamos de hambre, pero sí de ir al cine, al restaurante o a las plazas comerciales solo para distraernos. También esa vida social nos hace falta y nos alimenta, pero es secundaria y podemos dejarla para después mientras pasa la pandemia. No es fácil sustraerse a un restaurante frente a la playa, ya nos demostró eso el mismísimo Hugo López-Gatell, ni al bar de la esquina si en él toca la banda que nos gusta y nos encontraremos a los amigos. Pero son de esas restricciones para las que ni siquiera debiéramos esperar normas coercitivas que al final tampoco funcionan. Cuando el gobierno decretó la llamada “ley seca” comprábamos la cerveza cuatro o cinco veces más cara pero la comprábamos.

El gobierno fue el primero que se rindió. En un cálculo convenenciero abrió la economía y redujo las restricciones al mínimo. Empezó por manipular los datos, las cifras de contagios y de muertes para respaldar su apertura en medio de la crisis sanitaria. Y cuando imponía reglas, él mismo permitía que se violaran. Dice que inspecciona negocios pero no es cierto. Basta entrar a un restaurante popular de la zona dorada de Mazatlán, por ejemplo, para constatar cómo se expone al contagio a los turistas y a los empleados. O chequear la ocupación hotelera real. Mientras tanto, los muertos se fueron amontonando a pesar de la manipulación estadística. ¿Cuántos muertos tenemos en un año por causa de la violencia? Menos de mil ¿cuántos por el COVID-19? Más de 11 mil. Aquí hay mucha responsabilidad nuestra, pero también del gobierno. Los gobiernos relajaron las restricciones no tanto para proteger el empleo y a las empresas, sino para asegurarles las ganancias. Tenían otras vías para proteger a los trabajadores y a las empresas, sobre todo a las pequeñas, pero eso hubiera tenido un costo para las finanzas públicas y no quisieron asumirlo como sí lo hicieron en otros países.

Bola y cadena
AHORA LAS VACUNAS APARECEN COMO la primera luz en el túnel. También aquí el gobierno se ha visto profundamente torpe pero hay una luz al fin. Es fácil verlo en los rostros de la gente que la recibe, los comentarios que hace. Es como una especie de perdón para un condenado.

Sentido contrario
EL PROBLEMA A FUTURO SERÁ CÓMO administrar la euforia. Una de las cosas que hablaba con mi hermano es que tal vez no regresaremos nunca a la normalidad que teníamos, incluso que no debíamos regresar, que ciertos hábitos debieran quedarse para siempre. Hablo de las personas, no de los gobiernos. Ellos, sin duda, debieran cambiar profundamente el sentido que durante siglos le han dado a la economía y durante décadas a sus sistemas de salud, de seguridad social y también a la investigación científica. Algunos lo harán, seguramente, pero otros seguirán incluso hablándole a la gente como si nada hubiera pasado o estuviera pasando. “Cuando volvamos a la normalidad”, le escuché decir a AMLO la semana pasada. Es una frase profundamente demagógica. La normalidad en que vivimos durante décadas se nos fue y qué bueno. Tal vez la pandemia nos sirva al menos para reorientar nuestra forma de vida como sociedad.

Humo negro
NO HAY MUCHAS ESPERANZAS DE QUE la gente entienda que las cosas ya no serán como antes. Es cosa de ver a nuestro alrededor, las calles llenas, los mercados llenos, las playas a reventar, los antros sin que quepa un alfiler. Ni modo. Que cada quien se cuide y dios nos coja confesados.

Columna publicada el 28 de marzo de 2021 en la edición 948 del semanario Ríodoce.

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