Malayerba: El clavo de fábrica

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Karmanghía, de la Volskwagen. Ese carro, chapo, deportivo y coqueto, hizo que el Rober se sintiera soñado. Era una bendición que pronto se convertiría en maleficio. El médico aquel le pagó una deuda. Te entrego el Karmanghía y ai muere. Tardó ocho meses en agarrar dinero para meterle mano. Pintar la carrocería, meterle llantas y rines nuevos. Emocionado se miraba y se veía él en pleno obregonazo.

Modelo 64, trompudo y de color azul. De esos que usó El Santo, el enmascarado de plata, en sus películas. Podía instalar su trasero en el asiento del conductor de un solo brinco. Sentirse volando, trepado en ese motor, rugiendo en el aire.

Manos a la obra: agarró unos billetes y compró pintura color amarillo. Unas cuantas lijadas, manitas de gato aquí y allá, maquillaje a granel.

Quiso ver en lo alto. Para que secara la pintura. Y en ese lugar un chipichipi que asomó tímidamente se convirtió en una lluvia copiosa y torrencial que arrastró piedras y lodo. Y también se llevo el amarillo de Karman.

Puta. A volver a pintar. Hijuelachingada. De aquí a que vuelva a agarrar lana. Ta cabrón. Se repuso. Pensó en darle prioridad al motor. Por ahí voy a empezar. Un conocido le recibió el carro en el taller que había puesto en el patio de su casa. Le pidió anticipo.

Y luego una tras otra. Billetes para comprar unas piezas, la anillada, la mano de obra. Con sus pocos recursos y mecánico transa y mentiroso no hay mucho futuro.

Meses de tantas arreadas, reclamos y jaloneos, y el carro salió. Él, ahí, sobre el Karmanghía. Quiso avanzar y el ruido de las llantas lo despertó: pegaban con el guardafango.

Desesperado, con el acelere de querer estrenarlo y llevárselo a Mazatlán, le dijo al mecánico que le pusiera esas otras llantas, las de un vocho en reparación. Luego las pago, insistió.

Lo primero que quiso fue agarrar carretera. Mazatlán, el malecón, el mar. Todo lo que le espera en mi karman. Por el bulevar madero se le emparejó una camioneta lobo. Cuánto por él, le preguntó.  Cuánto, ahorita, en efectivo… te doy cien mil, pero ya.

Ese carro trae un clavo de fábrica debajo de los asientos: un compartimiento ideal para llevar varios kilos de droga a la frontera. Fue su argumento.

El rober estuvo a punto de decirle que sí. No. Quiero darme una vuelta, pasearme unos días. Después de eso búscame y te lo vendo.

Así quedaron. Rumbo al sur. Pasando los ponchos le metió el pie. Oyó un ruido. Volteó y miró como lo rebasaba una de las llantas traseras. Se orilló al darse cuenta que no habían apretado bien los birlos.

Cuatro horas bajo la lluvia, en el acotamiento de la carretera, para que llegara el mecánico borracho. Birlos apretados, acelerador al fondo: el malecón bajo sus llantas y el mar a su derecha, inconmensurable.

No vio a nadie. No buscó. Se metió en un cuarto de motel, empalagado de emoción. En televisión el canal Venus. Humedad, calentura y masturbación: que se vayan a nadar los espermas, el karmanghía lo vale.

Su regreso a Culiacán lo marcó una invitación. Hay chamba en el defe, bato. Vente pacá. Fue entonces cuando lo quiso vender. No vio al comprador aquel. Su jefe le dijo que fuera a tomar unas fotos. Balacera en la sierra, varios muertos.

Se fue con un reportero. Llegó al lugar: cuatro ejecutados. Entre ellos su comprador. Adiós lana, pensó. Vendió el karman en quince. Gastó todo en el viaje al defe. Para entonces ya no había chamba.

Columna publicada el 21 de marzo de 2021 en la edición 947 del semanario Ríodoce.

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