Malayerba: No se meta

malayerba-no se meta

A mí que no me digan que no me meta. Si alguien anda mal, entramos. Y ya. El jefe de la cuadrilla de la Policía le decía esto a su subordinado. Ambos iban en la cabina de la patrulla, en labores de vigilancia. Era el poli experimentado dando clases al recién salido de la academia: Hay que atorarle contra los malandros.

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Iba conduciendo el novato. A lo lejos vio a una persona en cuclillas. Qué es eso, preguntó a su jefe. El comandante fijó la vista. Es un hombre agachado o sentado en el suelo. Cuando se acercaron más entendió que era un adulto encima de otro, pegándole con el puño cerrado.

Encendieron las luces de la torreta. Se orillaron y bajaron con las manos en las cachas de las escuadras, sin sacarlas. Bajaron también los agentes que venían en la parte trasera de la camioneta. Eh, sepárense. Dieron cinco pasos y se dieron cuenta que el hombre, que no había dejado de accionar sus puños, estaba horquetado sobre una mujer.

Era una joven. Veinte años, si acaso un poco más. Los pómulos ensangrentados, el pelo tramado por tanto zangoloteo y los cosméticos que esa mañana habían coloreado su rostro, desparramados, conformando un colash con los fluidos rojos que salían de boca y nariz.

Se quejaba apenas. Alcanzó, musitó, una frase que arropó el viento: Ayúdenme. El jefe insistió. Compa, levántese despacio y deje
a esa mujer. El hombre volteó sin más mueca en su rostro que esa de dureza y encabronamiento.

Sudaba tanto que parecía llorar su coraje. Amigo, usté no sabe. Así que no se meta. Esto no es asunto suyo. Los policías dieron dos pasos más. El hombre se levantó y los encaró. Alzó su brazo derecho y extendió duro, como ese rostro empedrado, el índice: no se metan ni se acerquen. Los patrulleros se miraron unos a otros, esperando una orden.

Vieron entonces a cinco que estaban en una camioneta, atrás de los matorrales y a pocos metros de la carretera. Estaban custodiando al patrón. Traían terciados los cuernos. Manos sobre el fusil. Y los polis sin desenfundar. El hombre siguió erguido y mezcló consejo y amenaza en una frase: mejor váyanse, porque nos vamos a agarrar y quién sabe cómo nos vaya.

Luego les soltó, como una ráfaga de sentencias. Cuántos son ustedes. Cuántos. El comandante retrocedió en el tono de su voz. No, jefe. No se trata de eso. Sí, cómo no. Y le voy a decir por qué: esta mujer es una puta, yo le regalé esa pailot que está allá y todavía anda de cabrona.

Cuántos son, cuestionó, insistente. Regresó a anudar sus puños. Miró a uno de sus guaruras y le ordenó trae unos paquetitos verdes. Aquel regresó con fajos de billetes. Dólares. Dáselos. Le dio al comandante el más gordo y el resto a los polis. Y váyanse.  Váyanse porque todavía me falta pa’cabar con esta.

Ta’bueno, amigo. Nomás quítese de aquí porque mientras nos acercábamos reportamos el pleito por radio y no queremos pedos. Muévanse pa’llá, pal monte pal cerro. Y haga lo que quiera, nosotros no nos vamos a meter. Vámonos.

Ya en la patrulla. A dos kilómetros. El novato preguntó, inocente y perturbador: qué me venía diciendo, comandante.

Columna publicada el 14 de febrero de 2021 en la edición 942 del semanario Ríodoce.

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