Costeña

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Cuando se graduó, también lo hicieron sus padres. Licenciada en ciencias de la comunicación, con especialidad en periodismo. Era tanto el esfuerzo de unos y otros que parecía una graduación colectiva. Sus padres, desvelados y gastados de dinero, sentían que eran ellos los que pasaban por el diploma que acreditaba a aquella morena de piel ceniza como egresada de la facultad: rodaron lágrimas, se aplastaron de tantos abrazos y un cielo estrellado apareció en el breve mapa de sus ojos.

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Salió de la escuela y se quería comer el puerto de un bocado. Sentía que el aletear de sus rizadas pestañas generaba un mágico oleaje y que el golpe de las olas en las rocas eran los empujones que le daba su vida, a esa nueva etapa. Rápido consiguió trabajo. Su mirada pizpireta, esa inteligencia que apantallaba, su audacia, el arrojo y esa seducción frente a la hoguera de tanta violencia e impunidad.

Le encargaron trabajos que cumplió con valor agregado. Sobre los políticos, el podrido ejercicio del poder, la policía y sus transas, los grandes negocios nacidos desde el drenaje sanitario, las añejas demandas de sectores empobrecidos y esa lacerante indiferencia de quienes ostentan el poder. Sus reportajes y entrevistas eran apreciados por los otros reporteros. Los jefes la felicitaban. Ella se sentía orgullosa y fuerte. Poderosa. Su pluma era dignidad y tinta indeleble. Su valentía la dibujaba como una Juana de Arco, cabalgando por el empedrado del puerto, con escudo, lanza y espada, armadura y el pelo negro bailando con esa danza del caballo y del arbitrario viento.

Un día le llegó un caso. La corrupción del gobernador. El dinero en todos sus bolsillos, tráfico de influencias, el aprovechamiento del servicio público para un bienestar personalísimo, de unos cuantos, privado. Papeles, testimonios, versiones de testigos anónimos, empresarios molestos por haber sido desplazados. Lo publicó. Sintió su vida enhiesta. Era lo que siempre había querido y ese reportaje coronaba todas sus aspiraciones y sueños: convertirse en una gran periodista. Ahí estaba su nombre, firmando la nota de portada, junto a las grandes y espectaculares fotos, como un epígrafe dorado en el muro de honor del periodismo.

Recibió felicitaciones. Era la nueva revelación del periodismo en la región y más allá. De la redacción se fueron a festejar. Un par de copas, no más. Se apuró para llegar a casa y ver a sus padres y compartir el gran momento que estaba viviendo, su pasión, su razón de vivir. No estaban, así que espero. Tocaron la puerta y abrió. Nadie, solo dos cadáveres en el suelo. Eran sus padres.

Lloró sangre y se le removieron músculos y huesos. A veces tiesos, otras flácidos y rendidos. Ahora está fuera del país, escondida. Igual que ese que los mandó matar.

Columna publicada el 22 de septiembre de 2019 en la edición 869 del semanario Ríodoce.

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