Sentí la calidez del sol en la cara, y eso me hizo despertar. Abrí los ojos y lo primero que vi fue un gran pelícano que sereno volaba con sus enormes alas distendidas, lo seguí y eso me hizo reconocer el lugar donde estaba, era la playa del amor de Cabo San Lucas. De pronto no recordé como es que había llegado hasta allí, no me preocupé porque en verdad, no tenía nada importante que pudiera hacer que me levantara. Me senté, vi que ahí, nomás estirar la mano estaba mi mochila, hurgué y encontré mis cigarrillos, saqué uno de la cajetilla y lo encendí con un encendedor que la noche anterior había comprado en un Oxxo. Al dar la primera fumada recordé que al lugar había llegado con un grupo de amigos, cada quien llevábamos una pareja; dos botellas de tequila y una de wiski vacías, me dieron idea de la farra. No me extrañó estar solo, era mi costumbre quedarme dormido en las playas, y mis amigos también sabían que una vez dormido, nada podía hacer que me levantara. Seguí fumando.
De pronto, una gaviota apareció en el marco de mi vista, era una gaviota joven, mediana, ágil. Voló en redondo y se paró en lo más alto de la piedra que forma el arco, el arco del amor. A unos pasos de ahí está la playa “Del divorcio”. Es increíble, a solo uno pasos estoy entre el Océano Pacífico y el Mar de Cortés. Arriba a mi derecha está el gran acantilado, una pared enorme de rocas milenarias, sobre ellas está construido el más antiguo de los hoteles de este punto que es El fin de la tierra, por eso se llama “Finisterra”, lo conozco desde 1971.
Un lanchero llegó, eran las 8:30 horas. De la lancha bajaron dos parejas que al momento se encaminaron hacia el arco. Llamé al lanchero, le extendí un billete y le pedí me trajera un six y una orden de ceviche. 45 minutos después ya disfrutaba, la cheve fue un bálsamo aliviador y el ceviche, reponedor. En aquella paz de 30 de diciembre, empecé a pensar que sucedería en el 2018; sacudí la cabeza porque de repente pensé en el día siguiente de las elecciones. ¿Cómo estaría mi país ese día?
Intentando despejar aquello que amenazaba con convertirse en una preocupación, encendí otro cigarrillo y me sumergí en las figuras que empecé a descubrir en aquella inmensa roca, allí estaban todas aquellas escenas del mundo: Eva y Adán desnudos, caminando serenos por el paraíso, pero más adelante, eran expulsados, habían probado el fruto prohibido. Luego, el primer caso terrible, Caín mata a su hermano Abel. Ahí estaba la imagen, uno tirado, y el otro mirando con ojos de locura el arma asesina: una quijada de burro. Luego, la precesión de El Nazareno cargando la cruz, los soldados romanos azotándolo, y luego crucificado en el Monte Calvario. Fue terrible ver al soldado que le atravesó el pecho, y al final, él, suplicando a su padre. Tres días más tarde su ascenso… ¿y después? Nacen los mercaderes de todo, pasan los siglos con sus guerras y la humanidad se acerca a los abismos. La primera guerra mundial —1914—, ahí está la fecha y las figuras de los que provocaron aquel primer encuentro, y en el segundo, las bombas atómicas que son lanzadas desde un avión estadounidense, van en picada y desaparecen Hiroshima y Nagasaki; holocausto, las rocas se desprenden para manifestar la destrucción, miles de piedrecillas hacen la figura humana que se pulveriza en los aires, aires contaminados que dejan a Japón en ruinas.
Más allá, una parte de la gran roca está semi oscura, muestra una serie de galpones a donde van entrando cientos de gentes, hombres, mujeres y niños. ¡Pero, por Dios, van desnudos! Soldados con sus cascos de acero, uniformes verde oliva, con sus rifles de bayoneta calada los empujan. Llevan a los prisioneros a los crematorios. La Alemania Nazi escribe su historia negra. Pero no está sola, otra historia se está escribiendo muy cerca de ahí. El ruso José Stalin, con motivos que solo denotan la barbarie de su ego, lo conducen a inscribirse como el más grande asesino de su propio país: 6 millones de rusos son sacrificados por las purgas asesinas; han de servir para imponer en el pedestal la ignominia al zar del crimen.
Siento un breve mareo. Abro mi cuarta cerveza y me la empino. Siento un leve dolor de cabeza y me pongo el frío envase en la frente, eso me alivia. El viento es fresco, hago un pequeño promontorio y recuesto mi cabeza, intento dormitar pero no puedo, la intensidad de las imágenes que tengo enfrente me retan a seguir buscando, dar con aquello que parece ser un recuento, grosso modo, de la historia del mundo. Doy otro intenso trago, y termino mi cheve; un eructo me hace voltear hacia los lados; no hay nadie, me recuesto y sigo viendo. En automático estiro mi brazo y saco la quinta, doy un trago lento, paladeo el suave amargo. El sol ha subido, pero sigue agradable.
Aquella imagen: edificios de multifamiliares, de pronto una luz de bengala. ¿Francotiradores? ¡Militares! ¡Disparos! Gente que corre despavorida, mujeres, niños, hombres, tropiezan y caen gritando; se tocan el pecho, la cabeza, el vientre; caen ¡muertos! ¡Los están matando! Un poco más allá: San Ignacio Río muerto Sonora, Santiago de los Caballeros Sinaloa, El Encinal Durango, El Halconazo, Acteal, San Fernando Tamaulipas, Tlataya, Ayotzinapa.
Aquí, en estas piedras milenarias, que son propiedad de los Cochimíes, Los Guaycuras y Los Pericués, está escrita la historia y destino del mundo, ¿Qué se registrará de aquí a julio 2018?
Señores Gobernantes, este país les exige que dejen de practicar la impunidad y la corrupción. ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia! Para nuestro compañero y amigo Javier Valdez Cárdenas y los 130 asesinados en este sexenio.
*Escritor de Tierra blanca, Por amor a Feliciana, Operación Paraíso y otros cuentos.
Columna publicada el 31 de diciembre de 2017 en la edición 779 del semanario Ríodoce.