El camino que siguió Gabriel García Márquez para llegar a ser el hombre que todos queremos por lo que escribe no fue nada fácil. Empezó en las redacciones de los diarios en que trabajaba, robándole horas a la madrugada para escribir, como una especie de exorcismo, una historia que le apasionaba. Eran los tiempos heroicos en los que se fumaba hasta cuarenta cigarros diarios y vivía en Barranquilla, en una calle que por alguna poderosa razón era conocida como La calle del crimen. Ahí, en la sala de redacción de El Heraldo pasaba las asfixiantes madrugadas dando cuerpo a lo que sería su primera novela: La Hojarasca. Tenía 22 años y era, para todos en su familia, e incluso para varios amigos, lo más parecido a un caso perdido.
Por supuesto que entonces no se la arrebataron de las manos, como hoy lo harían si escribe en una servilleta la dirección de un amigo. La novela tardó cinco años y en su desventuroso peregrinar de rechazos mandó a la historia de la infamia al crítico español Guillermo de la Torre, quien le recomendó al jovencito de pelo ensortijado y bigote de cantante de boleros que mejor buscara otro oficio. Cansada de desaires de todos los colores, como ese que se cita, La Hojarasca fue publicada con recursos de su autor y de sus amigos de parranda y bohemia. Increíble, pero con todo y contener el germen de lo que más tarde sería Cien años de soledad apenas vendió unos cuantos ejemplares, aunque hoy en día son demasiados los colombianos que presumen haberse deslumbrado desde esa primera muestra de la prosa de García Márquez.
La Hojarasca es una historia contada por tres personajes, por tres generaciones: el abuelo, la madre y el niño. Se desarrolla en un pueblo del Caribe y tiene como eje el suicidio de un médico taciturno y misterioso que fue gran amigo de la familia y centro de los desprecios del pueblo de Macondo, que aparece por primera vez en el mapa de la literatura. De carácter introspectivo, el texto nos entrega la visión de tres pares de ojos diferentes, tres afectos diferentes, tres perspectivas disímbolas que acaban unificándose en su atención al suicida.
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “El tránsito novelístico del Gabo hacia Cien años de soledad”.
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