Perlas de pepe

 
31 de enero
Las calles principales y sobre todo el paseo costero, se pueblan con monigotes al estilo y antojo de los organizadores, este año unos inmensos guerreros, cual debe. Muchos comercios visten sus escaparates con confeti y serpentina y alegorías de pierrots, arlequines o colombinas, alguna mascarita, antifaces, un poco de lentejuela, otro tanto de chaquira. Hasta la Zona Dorada busca sumarse al jolgorio que desde hace más de un siglo se ha celebrado en los troníos del Viejo Mazatlán y le hacen su luchita para ofrecer una alternativa diferente que, pese a varios intentos, aún no alcanza a prender. De ellos es Semana Santa.
Todo despistado por tanto ajuar extraño que le han colgado para darle “carácter”, el estadio Teodoro Mariscal enciende sus candilejas, pero no para iluminar las jugadas geniales, o los desastrosos errores de los peloteros profesionales, sino para destacar a las integrantes de esa efímera monarquía de cartón piedra y oropel, que llegan hasta lo más alto de las fastuosas y sofisticadas escenografías para recibir en sus sienes unas coronas igualmente adornadas por baratijas, que las proclaman como soberanas de un pueblo que nada a brazada firme en un mar de desenfreno mientras ellas, días más tarde, encaramadas en festejadas alegorías móviles que buscan el cielo en su recorrido por la Avenida del Mar, de ida el domingo, de vuelta el martes, enfrentan con valentía el riesgo de su reinado, el precio de representar al poder ante un pueblo que lo detesta aunque sepa que ese es tan solo una farsa. Y tienen que sonreír y saludar con un armonioso quiebre de muñeca que hace parecer sus manitas hermosas como parabrisas en día de tormenta.
En carnaval los olores subrayan su personalidad: el caprichoso viento febrerino nos trae aromas plenos de adjetivos: el seductor de las fritangas, el ácido del orín, el picante del alcohol, el dulzón de los perfumes, el voluptuoso del sudor, el repugnante de las evacuaciones, el de alarma que trae la sangre. El sublime del recuerdo.
Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Mazatlán envuelto en su vorágine anual”.
 

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