Perlas de pepe

 

 

Mi madre fue una mujer de mucho temple, tanto así que mi primo Héctor Aguilar Aragón, cuando uno de sus empleados se deja vencer por un problema al parecer sin solución les dice: “Pudo doña Dora sacar adelante a sus siete hijos, que no puedas tú con eso”. Nunca vio al infortunio como un enemigo al que es mejor sacarle la vuelta; lo vio como contrincante y hasta se reía de él para ayudarnos.

Cuatro días antes del fatal desenlace llegué a verla. Ya estaba muy débil, pero su cerebro funcionaba con la agudeza habitual. “Vino a verme el Gilberto”, me dijo, refiriéndose al doctor Gilberto Jiménez Lugo, amigo de mi adolescencia que intercambiaba con ella un enorme amor surgido de las noches en que él y yo nos trasnochábamos estudiando para los exámenes finales. “¿Qué te dijo?”, le pregunté con un nudo en la garganta pues ya estaba al tanto de lo que mi amigo le había dicho a mis hermanos. “Que si ya dejaste tus vicios”, me contestó con una tibia sonrisa, insinuando que era broma y a la vez consejo. En la funeraria se lo conté a Gilberto y se rio. “A que doña Dora, genio y figura”, dijo.

Ese temple la orilló a retar mi vocación muy a su manera. A raíz de la publicación de ese texto que me ganó quince días de expulsión, la alarmante posibilidad de reprobar mi último año de preparatoria, el regaño familiar, una máquina de escribir y una pira en los patios de la escuela con la mitad del tiraje del periódico estudiantil animando el fuego, ella se dio a la tarea de buscar datos de escritores. De buenas a primeras, aquella Navidad del 71 me mostró una revista Vanidades en la que Dorita Llosa de Vargas hablaba pestes de la literatura de su hijo Mario y recordaba cómo en el Colegio Leoncio Prado, de Lima, quemaron cientos de ejemplares de La ciudad y los perros. “¿Ya ves lo que les pasa?”, me dijo con cariñosa advertencia. Era como si me dijera: “Lee a Vargas Llosa”. Esa misma revista la vine a reencontrar años más tarde, de ahí que en mi texto sobre el Nobel para Varguitas lo haya mencionado así: “Se nos aparece, ahí, en la peluquería, en una de esas revistas que pierde su calidad de añeja cuando no tenemos otra cosa a la mano, un tipo del que todo el mundo hablaba, incluida su mamá, que decía que lo que escribía su hijo no tenía nada que ver con su familia”.

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “Esa estrella”.

 

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