Punto de nostalgia: El Salado

lotería 5

 

 

Cuento dedicado a Héctor Manuel Delgado, el Chino, vendedor de billetes de lotería, quien lleva rescatadas más de 200 mil piezas arqueológicas en Culiacán.

Lorenzo, conocido popularmente como el Salado, diariamente recorre las calles de la ciudad vendiendo billetes de lotería. Ni él mismo recuerda quién lo jorobó con un apodo tan irónico, pero esto en nada le acongoja. Dotado de una simpatía natural, de palabra pronta para el dicho ingenioso; el vendedor de billetes no tiene que esforzarse para conservar a sus clientes. Pero cuando aborda a un desconocido, saluda afectuoso con la siguiente frase: Ayúdate que Dios te ayudará. Mi hermano, si me compras un cachito, te puedes hacer millonario.

Lorenzo, además, es consciente de que su labor aporta un granito de arena a la causa de la asistencia social, y esto lo enorgullece. Sin embargo, en fechas recientes le dio por pensar si no podría crear una fantasía que al narrarla, contribuyera a combatir cierto problema citadino, que en mucho le molesta, y sin que tal acción redundara en menoscabo de sus ventas.

Hombre de iniciativa, acostumbrado a echar manos a la obra en cuanto pretende un objetivo; un sábado y un domingo se dispuso a exprimirse el cerebro para crear una historia y, al lunes siguiente, se fue al mercado popular de la ciudad. Era una tarde muy calurosa. Al entrar a la espaciosa nave, Lorenzo fue recibido con una vaharada que le golpeó el rostro, era el olor acedo de verduras, pescado y sangre de fiambres en canal; eso lo animó, se trepó a una java y con voz en cuello empezó:

—¡Atención mis mercaderes! ¡Acérquense para que les cuente mi última aventura! ¡Entérense de lo que me pasó y compren su billete!  ¡Ayúdense para que Dios les ayude!

—¡Cállate Salado! ¡Te vas a ir de este mundo sin vender un buen premio! —el gritó se escuchó desde un puesto lejano. La algarabía mezclada con la rechifla se hizo general. Entre cuchufletas, los comerciantes pronto rodearon a Lorenzo.

—¿Qué pasó Salado, fuiste con los naguales a que te hicieran una limpia y viste al diablo? —preguntó uno, con burla.

—Nada de eso, mi hermano. Fui testigo de una convención de moscas.

Y el alboroto devino en estupor. Lorenzo soportó estoico, inclusive, uno que otro empujón de los más atrevidos para bajarlo de la java. Los primeros comentarios de incredulidad y mofa no se hicieron esperar.

—Ora sí. ¿De cuál fumaste Salado? —alguien preguntó con sorna.

—¿Y las moscas también llevaron tambora y cheve? —inquirió otro.

—¡Se habrán reunido en tu cabeza! —Le gritó una verdulera regordeta, sin imaginar que, en mucho, había acertado.

Cuando únicamente se escucharon risas, Lorenzo alzó la voz para llamar la atención.

—Ayer, mis cuates, fui al campo de cacería. Estaba entre la maleza esperando que apareciera un venado o cuando menos una liebre, ¡y de repente!, a unos treinta metros, miré bajar un mosquerío gigantesco.

—¡Yaaa, moscas! –—interrumpió uno.

—¡En serio, lo juro por ésta! Parecía uno de esos enormes remolinos que a veces se forman en los llanos. Sólo que éste era de color negro, y con destellos multicolores producidos por el sol.

Cautivados por las imágenes descritas, aun los más escandalosos guardaron silencio. Sin embargo, no faltó el incrédulo.

—¿Y a treinta metros te diste cuenta que eran moscas?

—Bueno, mi hermano… ya que lo dices, yo también pensé en lo mismo y me entró miedo, pero supe que eran moscas porque, no sé… les juro que no me había tomado ni una cheve, pero de pronto, comenzaron a sonar dentro de mi cabeza palabras que clarito decían: Yo, el Moscón verde —la voz era extraña, como metálica—, jefe de todas las moscas, las he convocado a que nos reunamos, y entre todas, decidamos como hacer frente a un gran peligro.

Lorenzo hizo una pausa, y al descubrir sólo gestos de interés entre sus oyentes, continuó más seguro su desmedida fantasía.

—Yo creí que sólo eran visiones mías, mis hermanos. Sin embargo, me arrastré hasta acercarme a ese manchón que ya ennegrecía las hojas de los matorrales. Al llegar a unos pasos de la mancha, me convencí de que eran moscas, y ya no quise avanzar más para no espantarlas. En ese momento volví a escuchar la vocecilla: ¡No, no! ¡Calma, calma!, dijo El Moscón verde, y luego siguió: ‘No se preocupen compañeras, los insecticidas nunca podrán acabar con nosotras. Es más probable que acaben con los humanos. En cuánto a la basura, tampoco se acabará, al humano le encanta tirarla donde sea… el peligro que mencioné, no viene de ellos, el peligro proviene de la mosca africana.

Entonces, surgió un zumbido del mosquerío mis hermanos —prosiguió contando Lorenzo—, fue tan fuerte, que sólo el horror de que me persiguieran me obligó a permanecer quieto, contemplando ese espectáculo tan extraño. El Moscón verde insistió:

Sí compañeras, la mosca africana llegó en los barcos que vienen de aquel lejano continente. ¡Pero no van a atacarnos a nosotros! ¡En realidad el que está en peligro es el humano! ¡La mosca africana le transmite enfermedades muy peligrosas! Y seguido le ocasiona la muerte. Propongo que nos comuniquemos con las moscas patas largas, las avispas y avispones para convencerlos de que hagamos un frente común para combatir a la invasora. ¿Están de acuerdo?

No me lo van a creer mis hermanos, el ¡Sí!, acuchillo mis oídos y estuvo a punto de hacerme perder el sentido.

—Estaba grueso el carrujo, Salado —alguien interrumpió, pero el no hizo caso y siguió:

“El Moscón verde se echó a volar seguido por la mancha que se perdió en la penumbra, pues el sol ya estaba oculto. ¿Quién iba a decirnos, verdad? Las moscas preocupándose por nosotros los humanos, ¡Imagínense!”

Nadie dijo nada. Lorenzo se quedó mirando al rostro de los más cercanos, en algunos se notaba el desconcierto, los más, bajaron la vista avergonzados.

¡Y ora! Sólo fue un cuento para entretenerlos un rato. ¿No les gustó?

Lentamente, los comerciantes se fueron retirando. Solamente quedó frente a él un carnicero gigantón, con la barriga cubierta pon un delantal manchado de sangre.

—¿Sabes Salado? —le dijo apoyando una mano sobre el hombro—, ora si te mandaste, mira que venirnos con ese cuentucho de moscas que hablan, pero no te agüites, voy a convencerlos para que entre todos limpiemos el mercado.

Lorenzo se encaminó triste a su casa. Para variar en el trayecto vendió unos cuantos cachitos y hasta un entero. Por eso, como se dijo al principio, en nada le preocupa que le apoden el Salado.

 

leonidasalfarobedolla.com

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