Perlas de pepe

 

 

 

El 1 de octubre de 2005 celebramos los ochenta años de mi madre con una comida. No recuerdo el menú, pero sí que ella estaba encantada pues nos tenía a sus siete hijos a su lado. Además, para aderezar el momento, también la acompañaban esas grandes amistades que fue tejiendo con la misma dedicación que aplicaba cuando nos hacía aquellos suéteres tan calientitos que raras veces podíamos usar aquí en Mazatlán. Entre la amistosa concurrencia estaba un personaje que, sin él saberlo y sin que yo supiera que había sido él, influyó fuertemente en mi vida.

Desde que tengo uso de razón —no hace mucho, dirán algunos amigos bien intencionados— la lectura me ha parecido el estado perfecto del ser humano. Para llegar a esta conclusión tuvieron que darse una serie de circunstancias: pasar la infancia en mi bucólico pueblo natal, La Cruz, tener unas abuelas que me fiscalizaban amistades, un techo del baño al que llegaba trepando por un guayabo, una bolsa de sal y todo el tiempo del mundo para leer mientras comía mis guayabitas con sal. Nada de lo que hacía tenía otra pretensión más allá de disfrutar la lectura y el fruto al alcance de mi mano. Desde entonces, y aunque ya no tenga ese árbol de guayabas de pulpa colorada, ni me pueda subir a ese techo, so riesgo de que se venga abajo por mi peso, cuando tengo un libro en la mano me siento ahí: en esa soledad acompañada por mil voces que resuenan en mi interior. El estado perfecto.

Cuando dejé mi pueblo para venirme a estudiar la secundaria en el ICO y encontré que la disciplina al lado de mi madre y mis hermanos era más laxa en lo referente a amistades, pero a la vez más férrea en la escuela, descubrí con gran desánimo que mis nuevos amigos no leían, igual que los que había dejado jugando en “el aterrizaje”, como le llamábamos al campo de beis, que servía de pista para las avionetas de fumigación. Les gustaban los deportes, los Beatles, las adolescentes, como a mí, pero había un pavor por la palabra escrita. Fui un fenómeno durante mi primer año, cuando aprovechaba los recreos para darle una avanzada al libro que traía empezado. De hecho fui una especie de apestado y solo logré afianzar algunas amistades que hasta la fecha cultivo cuando me vieron en la cola del cine Reforma para ver el estreno de ¡Yeah, yeah, yeah!, de los Beatles.

 

Texto editado del libro Mira esa gente sola, capítulo “De guayabas con sal y aquella feria del libro”.

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