No abrí los ojos ante el mundo hasta no sentir la brisa matutina que el cielo nocturno dejó a las calles empapadas con hijitos de los mares. Conecté inmediatamente la humedad en el ambiente al resto de los sentidos y dejé transitar tenue pero firme a mi sombra sobre los charcos que a capricho del asfalto se formaban. Era un día como cualquier otro, soló más fresco.
Me acarician cuello y espalda, cada uno de mis cabellos, y es tan cotidiano el trayecto que de vez en cuando si me aburro elijo algún atajo, dependiendo del tiempo. Tan cotidiano es, que en mi trayecto que me acompañan las pequeñas miradas, de quienes esperan verme transitar, como parte ya de su mañana, en una aceptación mutua que genera la convivencia.
La primera mirada es de la vecina que riega sus plantas muy de mañana, o barre las hojas de su banqueta. Sonríe y lanza el primero de los buenos días. Otra mirada la lanza siempre algún desconocido que a la vuelta de manera bromista pide “raite” o hace alarde del paisaje, como el otro día escuché a alguien decir: “mira, qué bonita muchachita en su bicicleta”.
Al pasar por el hospital, la tercer mirada es de deseo, y es la mía al pasar por el puesto ambulante de sánduiches y jugos, y de sus comensales que de vez en cuando me observan mientras degustan aquellos manjares tempraneros. Por los tiempos de llegada se salvan de pasar por mis manos esas escamochas, aunque siempre que paso me hago la promesa de detenerme algún día, un día que me levante más temprano.
Ahí mismo, el viene-viene me concede el paso si viene un carro en la intersección, y justo en la bajada a veces es anima a saludarme, el otro día que bajé con una amiga gritó con simpatía “ahora viene acompañada, señorita”, mientras las cuatro ruedas tomaban velocidad en esa calle empinada. En esa ocasión le comenté a mi amiga de la exquisitez de la velocidad al descender, advirtiendo el tope justo al final de la bajada. Más adelante, entre ladrillos, y cemento (y entre chiflidos y chiflados) una decena de miradas se asoman y de vez en cuando piden raite también.
Al dar la vuelta ya para llegar a la Obregón, junto a la escuela, un señor conecta un aparato que sopla las hojas de la banqueta. Yo le saludo con un buenos días, y desde el camellón muy entusiasta me grita siempre un ancianito que vende periódicos junto a la librería “¡Buen día!”. A veces está platicando con alguien en el camellón, interrumpe su plática para no fallar en ese gesto que religiosamente hace. Me subo al puente y ahí vengó cuidando de los hoyos las delgadas llantas de mi negra.
Una obra, ahora con una veintena de peones, me observa pasar y aunque paso distraída por los hoyos y los carros que vienen a veces muy rápidos, consigo escuchar chiflidos, buenos días y hasta eso que no me ha tocado escuchar ninguna obscenidad. Llegó al final del puente sólo para inmediatamente escuchar alegre el pitido de los semáforos peatonales, o si no, para bajar por el malecón a toda velocidad con el fresco de la bajada.
Ya dentro del primer cuadro saludo al vigilante de algún edificio, éste se cobija bajo un árbol y sólo se alcanza a ver su mano discreta ondearse mientras paso. Otro viene-viene me anima en una pequeña subida y dice “dele, dele, no se detenga”, con eso puedo intuir su filosofía de vida; después el señor de los bollitos de catedral me saluda, quizás intentando seducir mi antojo harinero…algunas veces lo logra. Llego finalmente a mi destino, el señor del checador sabe que llegué cuando estaciono mi baica. Algunos compañeros me comentan que me vieron andar en bicicleta, o al verme llegar no falta quien me dice: “que bien, haces deporte” aunque no sea así.
Por la tarde, cuando salgo, llegó nuevamente a checar y se suman las miradas de los policías que cuando llegan a verme sin ella rápidamente me preguntan “¿y la bicicleta?” ellos también me saludan y me miran amablemente. Y cotidianamente entre saludos y miradas, fungen como extraños cariños cotidianos que al andar son pequeños empujoncitos de cada día, le hacen tener un sentido positivo desde la mañana al día, y me hacen saber que soy bienvenida en la calle, bienvenida en mi barrio, bienvenida en mi centro de trabajo.
Yo sé que mi bici se siente igual, cuando pasando la chapule, en esos árboles geométricamente recortados, el instinto que me conecta a la bici: me susurra que los despeine con mis dedos cuando ruedo por debajo de ellos, devolviéndoles el favor que me hacen con su sombra. Hay tanta gente que se preocupa de andar en bici para hacer sus viajes cotidianos. No se imaginan lo que pueden conocer. Lo disfrutable que se vuelve cada trayecto. Sea de ida o de regreso. Cotidianamente extraordinario.