El ambientalismo: construyendo la autocrítica

cambio climático 21

Ramón Morán

A Miguel Tamayo Espinoza de los Monteros (†) universitario de cepa que le tocó vivir y promover la inteligencia universitaria

 (Segunda de dos partes)

En la entrega anterior, “El ambientalismo de tul y lentejuela” señalé que ante la crisis de civilización que estamos viviendo producto del destructivo modelo económico imperante, el ambientalismo (en su mayoría) fue subsumido, cooptado, pasó de ser una forma de resistencia social, a desarrollar una tarea de colaboración que junto al Estado facilitaron el vertiginoso proceso desarrollista de la política global y la implementación de procesos productivos altamente depredatorios.

Ante esta afirmación y la opinión encontrada de mis lectores amigos bien vale la autocrítica.

A finales de los años 70 y mediados de los 80, el resplandor del boom del ecologismo mediático generado por la sobreexplotación confundida en buena medida con amenaza de extinción de las especies de tortugas marinas, principalmente la golfina (Lepidochelys olivácea), deslumbró a miles de jóvenes, que formando ejércitos de salvación nos volcamos a las playas de anidación a conservar el recurso.

Estábamos construyendo una marca que comenzó a venderse rápidamente, la idea de la conservación de la naturaleza adquiría un valor; el paradigma del conservacionismo estático sustentado en la naturaleza y en las especies, una marca que se fortalecía y reproducía por el mundo.

Así, en nuestro país, el 31 de mayo de 1990 se establece la veda total para las Especies y Subespecies de Tortuga Marina en Aguas de Jurisdicción Federal, sin considerar que la presencia de las tortugas marinas en los grupos indígenas de las costas mexicanas desde tiempos prehispánicos significaba más que usos y costumbres; como en los grupos Seris en Sonora, los Pómaros de Michoacán, Huaves de Oaxaca, y otras comunidades en Nayarit y Sinaloa.

El conservacionismo había triunfado, la marca se impuso y la legislación mandataba la veda total, aun en contra de los usos y costumbres de las comunidades indígenas, nunca nos cuestionamos el porqué de la sobreexplotación y de la amenaza de extinción de algunas especies, mucho menos del vínculo tan fuerte de los grupos humanos que siempre habían convivido e interactuado con las tortugas marinas.

Nunca nos preguntamos para qué y para quién conservábamos. Las reuniones locales, nacionales y mundiales, eran el claustro donde se definían las estrategias de conservación, había que rescatar de la extinción a estos milenarios reptiles. No se tenía ni promovía una visión integral, el problema era biológico, no importaban las causas de éste, esa era la visión, no se ubicaba en el contexto social, mucho menos en el económico y político.

Esa visón se reprodujo en los medios de comunicación masiva, estableciéndose un mercadeo de la marca conservacionista y una estrategia ideológica. Después de las tortugas marinas siguieron las ballenas, los delfines, los bosques, la selva de las amazonas y otros carismáticos productos del ambientalismo y en la actualidad el cambio climático; solo nos vendían y nos siguen vendiendo los efectos y no las causas, dejando libre de toda culpa y responsabilidad al modelo económico imperante.

Por lo tanto, el mercado global y sus medios de comunicación no permitieron el desarrollo una sociedad crítica ante los problemas ambientales que ubicara, aceptara y ejerciera sus derechos civiles como la denuncia pública y la protesta política contra los impactos causados en el medio ambiente. Así pues, se ha cultivado en la sociedad actual el concepto de naturaleza estática inamovible en el tiempo y en el espacio, donde lo natural debe estar ordenado armoniosamente, controlable y manipulable, es decir, una naturaleza cosificada y vendible.

Sin embargo, poblaciones humanas enteras han sido despojadas de sus recursos y ecosistemas, de sus tierras y aguas, han padecido graves daños a su salud, reciben aguas, aire y suelo contaminados, bajos salarios y una vida miserable, una violencia cotidiana en todos los espacios y quehaceres de la sociedad a cambio de la inversiones extranjeras de un modelo económico que desde hace más de 40 años nos vende un desarrollo económico “sustentable” y un bienestar social que nunca llegará.

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