“Es más triste andar a pie”

BIKING-CITY

Ingrid Citlali Esquivel Medina

No se atraviesan las miradas si no es para intercambiar flechazos llenos de odio que trasgreden las reglas de la convivencia en su más sutil forma. El desdén generalizado hacia el diferente, de quienes se desafanan de tener pies capaces de caminar pero que optan por pisar un acelerador y frenar, en una automatización que los convierte en bestias del asfalto. Algo cotidiano.

Es difícil internarse en esa jungla de concreto, sin el filo de esas flechas ni arpones para lanzar. Sin que una dura corteza le cubra la cabeza o una cinta gris le rodee el cuerpo. Esa maleza de humo y ruido recibe y apenas percibe la llegada del eslabón más débil que arriesga la existencia a menos de cinco kilómetros por hora.

La vulnerabilidad fluctúa entre las fisuras de las incipientes banquetas, se eleva en el polvo que se levanta de la terracería adyacente a la calle de alta velocidad, se desborda de lado a lado por el puente peatonal, en la intersección, está ahí justo en el paso de cebra invadido. La invidencia, la discapacidad, la limitación motriz no está simplemente en la implícita pintura azul. Está también en el relego constante, en la discriminación y el atropello consciente que hace el transgresor que “nomás se va a parar tantito”, que “ahorita se quita”, que dice “todos lo hacen” y se hace como que no ve.

No es suficiente el acoso de calle a banqueta, falta invadir las pocas banquetas de esta ciudad inhumana, hecha para llantas y no para pies.

“Hace mucho calor para andar a pie”, “Culiacán no es ciudad para andar en bicicleta”, dicen. Es el pensamiento ilógico de la piraña carrocentrista, que piensa que es necesario y posible que cada bicho use un helicóptero para volar. No es natural.

Y la piraña puede nadar y ser parte del arroyo, pero el peatón naufraga en el camellón esperando pasar al otro lado, sin ser visto nunca, con el constante riesgo de ser arañado, de ser mordido por los dientes de esas bestias.

Lamentablemente, se ha vuelto más grave la falta de tiempo que la falta de aire. Se ha vuelto más triste la escasez material, que la calidad humana. A algunos les resulta peligroso, poco común, incluso suicida, lo más natural y básico: la vida. Piel por carrocería, sentidos por defensa, cortesía por hábito. Pero la tragedia persiste, es constante y se reproduce.

En cada paso por los recónditos espacios, éstos se reducen cada vez más. Inclinaciones, obstáculos, entradas y salidas a la calle se atraviesan en el camino. Es la estadística más alta de accidentes viales, es esa figura que estorba a los apresurados. Es aquel y aquella que por voluntad o por necesidad no se encuentra tras un volante o un manubrio. En cambio camina apoyado de un bordón, de un bastón blanco, o sobre unas muletas, y se mueve, y tiene la misma prisa, y esquiva la motocicleta estacionada junto al mercadito, o el puesto ambulante, o una de las tantas obras en la ciudad para mejorar la movilidad (¿de quién?). Escoge descender de la banqueta al encuentro de los carros para no detener su paso, a no ser que espere escuchar a los pajaritos frente a catedral.

Los pies se mojan en la lluvia, se entierran entre las obras inconclusas, se queman por el asfalto que refleja el calor del sol, y la falta de sombra en los antiguos árboles. Sus pasos cada vez más se multiplican, pues parecieran que mientras se acortan caminos para el carro, los del peatón se prolongan, entre puentes, ampliaciones, túneles, y cruzar la calle a pie se convierte así, en ese espectáculo circense donde el perrito atraviesa un aro en fuego.

Recuerdo que cuando estaba en la secundaria había un viejito que se transportaba en su bicicleta y portaba una letrero que decía “es más triste andar a pie”. Reflexionando, andar en bicicleta es todo menos triste, aunque andar a pie por otro lado, por más saludable, deseable, divertido o común que parezca, se ha vuelto una desgracia para algunos.

De nada sirve aprender a caminar de pequeños, si aspiramos al final a involucionar en el tontísimo “pisa y frena”. Los niños ya no juegan en la calle, “porque ahí viene el carro”, como si hubiéramos nacido en carro, como si fuera nuestro último fin con tal de sobrevivir. Se reemplaza al balón y a la bicicleta por humo de escape y ruidos de motor. Los niños de mi calle, insolentes juegan al “fucho” y ruedan sus bicicletas entre los topes, y entonces, el desapego del carro brinda su epifanía: andar a pie no es triste, es más triste encerrarse.

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