Cuatro chavos en esa camioneta vieja y con manchas de bondo pero buen motor: las calles suyas, de luz plomiza y arbotantes somnolientos, y esos fanales avanzando, cortando el firmamento.
Iban a una fiesta. Acicalados y perfumados. Pelo relamido, apaciguado a punta de chingazos y glostora. Y ellos, los cuatro, hambrientos de calle y vida, de alcohol, cotorreo, queriendo devorárselo todo: la banqueta, los árboles y camellones, la música, las morritas.
Le temblaba el pie en el acelerador al que iba manejando. Los otros, ansiosos. Abrían y cerraban las piernas al compás de El diseñador de música. Cantaban. Hacían como que tocaban los teclados, imitando los sonidos del sintetizador. La batería. Manoteaban.
Iban al huateque con los del salón. La fiesta del día del estudiante. Pero antes, urgentemente, con la piel ardiendo por la ansiedad, tenían que recorrer la ciudad. Besar las calles con sus suelas. Lamerlas con las llantas. Derrapar. Viajar entre rolas. Cachetear el viento.
Malecón viejo. Obregonazo. Pedro María Anaya y luego de regreso. Recorrer de nuevo, voltear, construir estatuas de sal y destruirlas rápidamente, antes de que llegue la eternidad. Regresar los pasos. Y de nuevo la Obregón, virar en Ciudades Hermanas.
Avanzaban casi a brincas, en la cabina de la camioneta. El motor rugía y ellos sentían que los ruidos estaban en su corazón, no en el motor recién anillado. Le daban al acelerador y usaban el tablero como parche de tambor de batería.
Pas. Pas. Tu-cu-tu-cu-tu-cu. Le daba otro y buscaban emular los sonidos del sinte y los de la batería con la boca. Y luego el crach de los platillos al ser estrellados por las baquetas del baterista.
Y en eso pasa en zumba una camioneta doble rodado, nueva. Se les cierra. Los quince que iban en la parte trasera saltaron hacia afuera. Iban de negro. Lentes oscuros para un sol casi inexistente. Fusiles automáticos, también negros.
Los rodearon. Nadie dijo nada. Ninguna orden. Los muchachos adentro, alucinados ahora por el cerco tendido en torno a ellos por esos desconocidos que se les quedaban viendo y les apuntaban con sus armas.
De la cabina salió un hombre alto, de voz gruesa, gritando a sus acompañantes háganse a un lado cabrones. Agarró su cuerno de chivo con ambas manos, apuntó hacia la camioneta vieja y los cuatro chavos. Y le jaló.
Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca.
Ellos gritaban: No, mamita. Dios mío. No nos maten. Por favor. Ya nos llevó.
Pero el hombre siguió disparando. Se le movían los cueros de los cachetes al ritmo de los escupitajos y el fogoneo. Los brazos danzaban la misma rola macabra. Y él feliz, sonreía. Y luego, al soltar el gatillo después de descargar unos cincuenta tiros, se carcajeó burlón.
Sin dejar de sonreír y emitir sonidos guturales festivos, les dijo de lejos, muy cerca de la cabina de la doble rodado, que no se espantaran: nomás quería ver si tenían güevos, pinches morros.
Hizo una señal. Se encaramaron en las redilas. Cerraron las puertas. Desaparecieron.
Los cuatro se vieron unos a otros. Un silencio macabro que parecía llanto, que parecía maloliente, mortecino, se había instalado entre ellos. Ay cabrón, dijo uno, con una voz cuarteada. Estamos vivos. Y miraron la camioneta humeante en su parte delantera.
Todas las balas habían pegado en el cofre, dañando el motor. Matándolo.
Con ayuda de otros la remolcaron. En un tris ya estaban buscando raite u otro carro. No podían perderse la fiesta, la música, las morras.
Artículo publicado el 10 de noviembre de 2024 en la edición 1137 del semanario Ríodoce.