Dónde es. Dónde. Me dijeron que por aquí, que diera vuelta, que era esta calle. Híjole. No doy.
La muchacha iba en un suru azul rey de vidrios polarizados. Traía los cristales de las puertas delanteras a medio cerrar y se asomaba de vez en cuando para ver mejor, buscar un indicio, ubicar la dirección.
Dos vueltas. La tercera es la vencida, dijo en voz queda. Tiene que ser por aquí. No puedo creer que ande perdida.
La velocidad baja. Ella miraba las casas, a punto de detenerse y preguntar. Pero luego volteaba para el otro lado de la calle. Bola de jóvenes afuera de una vivienda, cerca de la esquina. Una señora barriendo la banqueta. Un niño sentado, jugando.
Chingado. Apretó los dientes. Chasqueó. Sacó la lengua para humedecer los labios y luego contraerlos. Pucheros de encabronamiento y enfado.
Un automóvil negro se metió en su retrovisor. Le llamó la atención porque traía los fanales encendidos. Siguió en lo suyo hasta que primero se le emparejó, pegado a su puerta. Y luego “quemó llanta” para rebasarla y cerrar el paso.
Se bajó uno y luego el otro. Eran los que iban adelante. El que manejaba traía un fusil AK-47 y el otro un chanate, como les llaman a los AR-15, y una pistola con la cacha asomándose entre la camisa y el cinto.
Qué traes cabrona. Qué traes. Bájate a la chingada.
Ella abrió despacio la puerta. Las piernas no le obedecían y las manos se le negaban. Asomó la cabeza para gritarles, Ei qué pasa, de qué se trata. La voz cuarteada. Apenas pudo conseguir que su izquierda pisara la calle.
El del cuerno de chivo le dijo que si qué andaba buscando: ya te vi cabrona, van dos o tres veces que pasas, despacito, nomás viendo, vigilando. Le repetía estas y otras preguntas, mientras el otro se asomaba a los asientos traseros, abría y cerraba la cajuela.
Habla, habla. Para quién trabajas. Cuántos más vienen contigo, dónde están, a la vuelta, en la entrada del pueblo. Habla cabrona. Habla o te mato. De seguro eres halcón, andas con los cabrones del otro lado del río, y te mandaron para acá a vigilar.
Ella sintió cómo su mente se apagó. La boca quedó blindada. Y sus manos, tembeleques y estiradas, se movían alocadamente, con arbitrariedad.
Y de nuevo el vendaval de preguntas. Cómo te llamas, pendeja. Habla, habla si no quieres que te mate. Mira, ya vienen mis amigos y nosotros no andamos con mamadas. Te vamos a “levantar”, a torturar.
Le abrieron de nuevo la cajuela. Sacaron la llanta de refacción y levantaron los tapetes del piso interior. Abatieron los asientos y respaldos. Convirtieron en un caos la guantera, el tablero y un lujoso neceser que traía en el asiento de al lado.
A ver, dónde están las armas. Saca el radio, tu teléfono celular, el Nextel.
Le arrebataron el Motorola y el Nextel. Empezó a revisar números, nombres. Anotó algunos. Buscó apodos, contactos que ella hubiera identificado como emecuatro, equisuno. Solo vio nombres comunes.
Revisó el maletín. Otros cuatro ya la tenían rodeada. Hablaban por radio y por celular. Usaban claves. Repetían jefe, patrón, sí, sí, al cien, al doscientos mi jefe.
El que le preguntaba y amenazaba encontró un paquete de tarjetas. Tenía escrito, con letra de imprenta, un nombre de mujer, dibujada unas tijeras y abajo, con letras grandes, todas mayúsculas, leyó: estilista.
Ah. Tú eres Érika, la que vive en el rancho de acá. Sí, sí, decía él. Y ella movía la cabeza. No, pues no hay pedo. Nos confundimos.
¿Y cuánto me cobras por cortarme el pelo?
Artículo publicado el 20 de octubre de 2024 en la edición 1134 del semanario Ríodoce.