El Murciélago era un matón. Y era tan efectivo en su trabajo que el gobernador no se sentía tan seguro si no andaba él entre su cuerpo de guardaespaldas.
Cuando iban a las enchiladas del suelo, allá, en el mercadito Izábal, el mandatario podía permanecer afuera, saboreando hasta quince dosis de esa pequeña tortilla con chorizo y calabaza finamente picada, tranquilamente, sin preocupaciones, pues estaba ahí su séquito de seguridad.
Podía ser de noche o madrugada. Si el Murciélago estaba ahí, él permanecía relajado, blindado por esos guaruras, aunque la ciudad se incendiara entre los ajustes de cuentas y las balaceras en los funerales.
Ese quiróptero era feo con ganas: mediana estatura, prieto pero no tanto como para opacar esas ojeras malvas, esos ojos de eterna conjuntivitis que parecían estar siempre al borde del llanto, y esa mirada lasciva y penetrante.
Era de esos que donde andaba dejaba una estela maloliente de broncas, enfrentamientos a balazos, sangre y destrucción: alguien, cualquiera menos él, salía con el brazo fracturado o el pulmón perforado, los pómulos morados y la vida mutilada.
Los que lo conocían preferían retirarse si sabían que llegaba. En los bares los dueños empezaban a tronarse los dedos o a hacer changuitos si se les aparecía entre los comensales: tengo miedo, puede haber problemas, aquí anda el Murciélago.
Mariposa negra, de alas de velo color luto, de movimientos silentes y rutas trepidantes, vampiro de medianoche: guayabera que no ocultaba el bulto de la pistola ni las intenciones mostradas en esos ojos como faroles, ese andar blindado e inmortal.
Brazos abiertos. Dedos traviesos. Manos ágiles. Arma al alcance. Todo un cauboi en el chapopote culichi y ese vendaval sediento y pestilente a sangre seca. Disfrutaba matar.
Esa noche tuvo hambre. Antes de las doce buscó una carreta de tacos de carne asada y la encontró en el empedrado de Tierra Blanca.
Una joven y hermosa mujer estaba sentada en la banca, también comían una pareja y se les unió un gordo que de lejos olía a alcohol. El Murciélago ordenó sus siete tacos y esperó.
El borracho le sacaba plática a la mujer pero esta ni volteaba. Se le arrimaba, aprovechando sus movimientos lerdos, con tal de tocarla. Ella se hizo a un lado y él la siguió. Empezó a insultarla.
La joven recibió su orden de quesadilla mixta y un taco. Se dispuso a comer cuando el borracho le volvió a gritar. Ella lo miró y le dijo un tímido, déjeme en paz. La pareja ni cuenta se daba. El Murciélago se empezó a desesperar.
Los de la carreta le preguntaban al enfadoso si iba a ordenar. Él miraba, se agachaba, metía sus peludas y sucias manos en el recipiente de los rábanos y los pepinos. Pero no contestaba.
Le sirvieron los tacos al Murciélago y tomó salsa enchilosa. Pidió chiles y cebolla. Y empezó a cenar. Miraba los tacos y luego le echaba un ojo al hosco aquel. Un poco de sal, limón. Verduras no porque le dieron asco.
El hombre se levantó de nuevo y arremetió contra la muchacha. El Murciélago levantó ligeramente su guayabera. Sacó su arma de fuego y sin dejar de comer le disparó en dos ocasiones.
Unos gritaron. Otros corrieron. Él terminó sus tacos, indiferente. Cuando llegó la Policía le preguntaron qué había pasado. Les dijo, fue en defensa propia. Y se retiró.
Artículo publicado el 13 de octubre de 2024 en la edición 1133 del semanario Ríodoce.