De aquel batazo salió una rola al cuadro. Joel se sintió seguro: la pelota iba hacia él, brincando, peleando con el escaso zacate y la arena muerta del campo, pero sin mucha velocidad.
Chor estop. Tomó la pelota con la manilla. Levantó la cara y vio que el rápido corredor que estaba en primera base avanzaba a segunda, y el que había bateado llegaba seguro a la almohadilla.
Se sabía de sobra el ritual: si había que elegir entre hacerle el aut al de primera o al de segunda base, lo mejor era sacar al que estaba más cerca de jom. O sea, el de segunda. Así que no dudó en sacar la pelota de la manilla y tomarla con la otra mano para lanzarla a su compañero y marcar así el aut.
Pero el que debía atrapar la pelota no supo qué hacer ni estaba listo para recibir el lanzamiento de Joel. La pelota pasó de largo y llegó hasta el jardinero derecho, que tuvo que correr para capturarla. Para entonces, los jugadores del equipo contrario habían avanzado a las almohadillas segunda y tercera.
Joel, desconcertado, le gritó al de segunda, Qué pasó. Este se encogió de hombros, golpeó la manilla con su mano desnuda y lo ignoró.
Hubo otros batazos que se fueron de jit, un jonrón y varios errores de los compañeros de Joel que parecían distraídos y tensos. Él les gritaba, órale, pónganse listos, concéntrense. Otros se daban ánimos entre jugadas buenas y malas. Iban en desventaja.
Le habían llamado recientemente para que se incorporara a ese equipo. El patrocinador, le platicaron, había puesto todo: manillas, pelotas, equipos para entrenamiento, y pagado el permiso y la inscripción.
A él le gustaba el beisbol. Era deportista y sólo quería eso, jugar: sudar la mano dentro de la manilla, sujetar el bat y sentir el choque entre este y la pelota a la hora de conectar un jit, un cuadrangular. También era rápido para correr las bases.
Pero en ese primer juego se sintió descuadrado. Su posición de chor estop era de mucha comunicación con el pícher y los de las tres bases. Y aquella primera jugada le decía que había algunos que no sabían de beisbol o no estaban listos.
Pero siguió con la mirada puesta en la pelota, en el suin del bateador y el rumbo que podía tomar la esférica: el compás abierto de sus piernas, la mirada enigmática bajo la visera de esa gorra, los ojos metidos en la jugada, la manilla abierta y franca para recibir la bola de fuego.
Y pum. El batazo pasó muy cerca del custodio de la segunda pero ni la vio. De nuevo el filder tuvo que moverse con rapidez. Levantó el brazo y lanzó como proyectil la pelota hacia la segunda. Quieto, gritó el ampayer. Al menos logró que el jugador no avanzara.
Los errores terminaron por hundirlos: el aut 27 se los hicieron en primera base y perdieron cinco a una.
En los vestidores, el entrenador los llamó para regañarlos. Joel levantó la voz y les dijo, Es que este cabrón de segunda base no sabe jugar, deberían enseñarlo antes de meterlo al campo.
Todos callaron. El de segunda agachó la cara y dijo, No pos sí.
Iba camino a su casa, en su vochito setenta y nueve cuando le llamó su amigo, el que lo había invitado a formar parte del equipo. Oye cabrón, tienes que callarte: el de segunda base es el patrocinador, el que puso la lana, y es sobrino de un señor de mucho dinero, un narco pesado. Gulp.
Artículo publicado el 06 de octubre de 2024 en la edición 1132 del semanario Ríodoce.