Iba despacio. Llovía y las gotas saltaban y se deslizaban por el parabrisas, dificultando su visibilidad. Apuraba el limpiador y la franela por dentro para que no se le empañara. Quizá por eso no miró el automóvil que salía abruptamente de la cochera de ese negocio.
Lo vio cuando lo tenía pegado a la puerta del lado del lado del copiloto: las luces rojas y blancas de la parte trasera del otro vehículo lo tenían mareado y sorprendido, el golpe lo destanteó un poco y ya recuperado decidió asomarse para ver los daños en la carrocería.
Antes de que preguntara qué pasó, el joven salió desenfrenadamente de la cabina de la camioneta y le dijo: No sabes en qué pedo te metiste, cabrón. Ahorita vas a ver. Él le contestó que la responsabilidad era suya, por no fijarse al salir de reversa a la calle, pero aquel ya no lo escuchaba.
Con el Nextel pegado a sus labios llamaba a unos y a otros. Les decía que lo habían chocado, que un pendejo le pegó a su carro y que fueran hasta donde él estaba. El otro le insistía que la responsabilidad no era de él, Oye loco, yo venía despacio, por mi carril, y tú saliste sin fijarte en los espejos, basta con ver el golpe para saber quién tuvo la culpa del choque. Pero su interlocutor, un joven de unos veinte, no dejaba de pendejearlo y de avisarle que se lo iba a llevar la chingada.
En cinco minutos llegaron tres vehículos. Lo rodearon como lobos. Enjambre de jóvenes de rostro duro y miradas de malo, sedientos, y una rabia de espuma en la boca. Las derechas ajustando algo a la altura de la cintura. Ahora sí, puto, la regaste. No sabes con quién te embroncaste.
El otro decía que no habían sido así los hechos. Pero ya estaba sentenciado y aquellos preparaban un levantón. El que iba en una de las camionetas bajó el cristal de su puerta. Estaba oscuro. Se dirigió al acusado y le dijo: En que pedón te metiste. Pareció conocer la voz.
Prendió la luz de la cabina, supo de quién se trataba. Qué hiciste, pues. Le explicó que él iba manejando despacio y que el otro había salido de la cochera de manera imprudente. Le enseñó el choque y con ademanes, tratando de ser gráfico, argumentó a su favor. Eso fue lo que pasó.
Lo convenció y encaró al otro, que tuvo que reconocer. Desactivó la madriza y le dijo que se fuera, que él se iba a encargar. Como estaba enchilado por tantas ofensas, contestó que no podía quedarse así. Quiero aventarme un tiro derecho con ese güey. Toi emputado, cabrón, me siento impotente. Déjalo solo, vamos a partirnos la madre los dos.
Aquel salía y entraba en la bola compacta que habían formado sus compinches. Le respondió que no, que él iba a arreglar todo. Hey, tú, tráete unos 10 mil pesos y dáselos pa’que se vaya.
A la semana se encontró con ese conocido suyo en la calle, de carro a carro. Aquello ya quedó, eh. Ya no te preocupes. Qué hicieron, cómo quedó. Nada, no hay bronca. Nosotros lo resolvimos a nuestro modo. A ti que te valga madre.
Artículo publicado el 22 de septiembre de 2024 en la edición 1130 del semanario Ríodoce.