Le dijeron sus amigos: Si viene el jefe no voltees a verlo ni le hables y si puedes pélate antes de que otra cosa suceda.
En medio de la peda nebulosa y las drogas, la música y las morras, la advertencia le pareció una exageración. Pero tomó nota. No mirar, no hablar. Huir si se puede.
En esa borrachera se quedó dormido. Sus amigos habían empezado desde temprano y eran de tirada larga. Coca y güisqui para todos. Morenas, güeras, chaparras y altotas eran parte del festín. Carros del año y música a todo volumen.
Ahí en las conversaciones se enteraba de cada cosa. Sentía lo helado de las palabras cuando platicaban sus amigos sobre las ejecuciones: Te acuerdas cómo matamos a aquel cabrón y cuando nos echamos a fulano, de carro a carro. Qué machín suenan los cuernos.
Eran sus triunfos. Los platicaban frente a él, porque sabían que no andaba por ahí cantando lo que escuchaba.
Vamos, vente con nosotros. Allá te respetan. Te temen. Nadie se mete contigo. Hay dinero. Mucho. Para todos.
Y él siempre dijo no. Ellos se iban en fila india, custodiándose unos a otros, a la expectativa. Nos vemos, el jefe nos llama.
Aquella fiesta terminó para él en el asiento trasero. Dormido, arrullado por sus propios ronquidos, no escuchó los radios y celulares. El jefe les dijo, Ahí los quiero, voy para allá. Quedaron de verse en un hotel de cinco estrellas, en el puerto.
El jefe es el jefe. Hay que estar con él, protegerlo. Si llama, respondes. Si ordena, obedeces. Si se echa un pedo hay que olerlo.
Llegaron al hotel. Le recordaron: Ya sabes, no te topes con él, pero si lo ves no voltees ni le hables. Recuerda. Ponte listo.
La suite para el patrón. Los otros cuartos de ese piso para ellos. Él terminó de despertar en un cuarto, a solas. Oyó voces. Vio cómo se movió la manivela de la cerradura y se le puso chino el cuero. Nadie abrió. El picaporte volvió a su lugar.
Oyó desde dentro cómo disfrutaban el polvo. Qué rico está esto. Los yelos chocando unos contra otros y luego con las paredes de los vasos de vidrio. La música quedito. Las risas indiscretas. Conversaciones accidentadas, gritos. Más carcajadas.
Tuvo miedo. Se quedó ahí. Recargó su cuerpo en la puerta. Aplastó su oreja contra la madera. Llegó a oír conversaciones a medias, risas, voces que no conocía, expresiones airadas de sus amigos.
Quiso salir. Pánico en esos ojos que crecieron. Temblores por dentro. Abrió la puerta, esperando toparse sin problemas con el pasillo. Se vio de frente con un desconocido. Otros se levantaron, entre ellos sus amigos.
Y este, preguntó. No es nadie, se apuraron: es un amigo, no habla, no es mitotero ni soplón, es de la raza. Cómo llegó aquí. Es que se quedó dormido y lo trajimos. Mátenlo.
Ellos lo rodearon. Pero jefe. Es amigo, es camarada, del barrio, no cuenta, no dice nada. Él los vio. No hubo expresiones en su rostro. Mátenlo.
Uno jaló al muchacho. Lo metió en un cuarto. Siguieron hablando con el jefe. Él escuchó desde el otro lado de la puerta. Jefe, jefe. Es amigo, perdónelo. Repitió, Mátenlo. No parpadeó.
Medio drogado y más borracho, quiso salir. Sintió cómo las paredes se le cerraban. El techo le caía encima. Otra vez se le puso la vista nebulosa.
No recordó más. Despertó en su casa, apurando despedidas y metiendo todo en una maleta. Me voy, le dijo a su madre. No sé a dónde ni les voy a decir.
Volvió cuando leyó en los periódicos que habían encontrado a sus amigos en fosas clandestinas, descuartizados. El cártel ha sido desmantelado. Hay detenidos.
Artículo publicado el 01 de septiembre de 2024 en la edición 1127 del semanario Ríodoce.