La vida en ese maletín de enfermera. Nada qué ver con los tiempos en que cachaba los ladrillos de cocaína que le aventaban sus vecinos cuando huían de los federales, brincando bardas y aplastando el acelerador.
Para ella nunca se zafó del negocio. Nunca porque no estuvo dentro. La querían dentro, que guardara paquetes, que los transportara, que vendiera. Pero ella siempre se negó. Sólo participó cuando le aventaban los ladrillos y fue solidaria.
Pasaban los federales en chinga. Pistola en mano. Jadeantes y bofeados, cuando correteaban a los narcos vecinos. O desesperados, en el interior de esos carros largos que parecían lanchas.
Ella sentada en la cochera de su casa, en el patio frontal. Los vecinos pasaban corriendo, hechos la mocha. Le aventaban el paquete. Ai te encargo, morra. Y se pelaban. Al ratito llegaban los federales, desconcertados y furibundos.
Oiga, señorita. No ha visto pasar por aquí a unos muchachos. Iban vestidos así. De pelo largo, mediana estatura. Así, morenos. Uno de ellos gordo y el otro más o menos.
Y siempre les contestaba que sí. Sí, sí, claro. Pasaron corriendo y agarraron pa’llá. Eran dos. Acaban de pasar y andaban como desesperados. Se fueron por esa calle y dieron vuelta en la esquina.
Y no traían algo en la mano, preguntaban insistentes los policías. Y ella les decía que no se había fijado, porque todo había pasado muy rápido. Pero que sí, que eran ellos.
Algunas veces los alcanzaban. La mayoría no. Cuando daban con ellos, calles abajo, era porque ya no traían el cuerpo del delito entre sus manos: todo lo habían tirado en el camino, en los patios de los vecinos, en las cocheras del vecindario.
Se los llevaban en sus carros. Pero siempre volvieron al barrio. Y siempre volvieron con ella, por la mercancía. Ella se encabronaba. Ya me tienen hasta la madre, les dijo cientos de veces.
La chepa es morena y mediana. No es bonita, pero se impone. Su carácter pesa en esa mirada de ojos cafés y altaneros. Y esa voz de bocina ratson, medio chillona y de mando.
Mira, cabrón. Que sea la última vez. La próxima me vas a dar broncas. Y voy a tener que decirle a los federales quién eres y dónde vives. Porque luego me agarran a mí con el paquete y no creas que me voy a quedar callada. Yo no quiero broncas.
Llegó a negarles el ladrillo. Cómo apesta esta madre, pero no te lo voy a regresar. Eran sus conocidos de la infancia, los que tenían prisa en su carrera por vivir y por alcanzar dinero. Y no le hacían nada. Sabían que al final se los regresaba.
El mismo que la invitaba al negocio le puso la pistola en la cabeza. Ándale pues, cabrón. Jálale, pero jálale. Tenía el cañón de la trescientosochenta enfriándole la sien derecha. Hasta que se reía de ellos y de ella. Y le retiraban la mirada las pistolas.
Ta´bueno. Y les entregaba la coca. Pero que sea la última vez. Y esa última llegó. El jefe de la pandilla se fue a Tijuana. La invitó: no, no le hago, prefiero seguir viviendo tranquila, sin tener que correr ni esconderme, y quiero estudiar para enfermera.
Ahora trae ese maletín blanco, igual que su uniforme. De tarde y noche acude al hospital, al área de oftalmología. De mañana vende medicina energizante, de esa que estimula la memoria y sacude las hormonas.
Ella no trae mucha lana. Ando perreando, dice. Ella trae su vida en ese maletín. Él, aquel capito de vecindario, fue ejecutado después de una “peliculesca” persecución. Eso dicen sus amigos.
Artículo publicado el 18 de agosto de 2024 en la edición 1125 del semanario Ríodoce.