Malayerba: Gomero y bolero

Malayerba: Gomero y bolero

A don Joel Humberto, lustrador de vidas.

Era yerbero y se fue a Badiraguato. Allá, en la sierra, conoció a aquella mujer con la que luego se casó. Y lo tuvieron a él. Los años siguientes fueron de tragedias y sucesos aciagos.

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A los once meses le dio parálisis. Su mamá lo llevaba desde aquella intricada región hasta el Hospital Civil. Cada dos meses repetía la rutina de la terapia, los tratamientos y luego la operación en la pierna izquierda.
Y la inmovilidad cedió, al menos en esa pierna, que a pesar de todo quedó engarruñada. Lo que no cedió fue el corazón de su madre. A los dos años del menor, ella cayó fulminada por un paro cardiaco. Eso truncó el combate contra esa parálisis.

Allí, en casa de si bisabuela, pasó ocho años de su vida. Supo de oídas que su papá lo visitaba y le llevaba dinero, que él vivía con otra mujer y que seguía de yerbero.

Pero la yerba pasó a goma, pero de opio. Un kilo de la droga, que bajaba de las zonas productores de Badiraguato, valía cincuenta pesos en el incipiente mercado negro de la goma.

En medio de aquel camino que baja de San Javier lo esperaban aquellos que desde los matorrales le dispararon. Quedó abatido a la vera, sin vida y sin goma. Eran los primeros pleitos por la droga y su distribución.
Y a los once, ya sin padre ni madre, se vino junto con su bisabuela a Culiacán. Tierra Blanca era el destino de aquel trajín: era 1965 y ahora tiene 52 años.

Llegó a la plazuela Obregón rezándole a la virgen: no quiero robar, no quiero caer en los vicios, no quiero terminar pidiendo limosna. Y puso esa estampilla en el techo de su carrito, donde permanece postrado, desde entonces: primero en busca de la sobrevivencia, luego por el sostenimiento.

Tiene dos trabajos. Bolero de día y velador en el edificio que está contraesquina: por eso tiene seguro y le alcanza para sacar fiado el abanico y la grabadora.

La más grande de sus hijas terminó trabajo social pero se fue a buscar trabajo a Estados Unidos. Otra truncó su carrera de contadora y ya está casada. La tercera está en cuarto de medicina. La menor padece una enfermedad mental.

Para ella son los 800 pesos mensuales que tiene que gastar en la compra de medicamentos. Sabe que debe seguir el tratamiento. Así lo recomienda el médico.

“Estos dos años se han portado mal, no como otros años atrás que sacaba más dinero y me iba mejor en la boleada”. Así se expresa, postrado en los adoquines de la plazuela, pero no ante la vida.

No recuerda rostros pero no borra recuerdos. Mi madre murió cuando yo tenía dos y a mi padre lo mataron cuando sumaba ocho. Los sucesos son difusos pero persistentes. La goma de opio se le viene a la mente como el resto de la historia de su vida.

Pero tiene muletas y seguro social para esas hijas. Su pierna semiparalizada y terca no le frunce el día. Y sin mover mucho los labios mira la estampa de la virgen de Guadalupe y parece rezar: ahora me acuerdo de mis padres y tengo que aguantar, seguir para adelante.

Su padre vendía yerbas en la sierra para que la gente se curara de sus enfermedades. Enfermó de codicia y fue gomero. De eso, solo le quedan las tres últimas letras y el recuerdo.

Artículo publicado el 11 de agosto de 2024 en la edición 1124 del semanario Ríodoce.

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