Juan Villoro
Ningún grande se va sin haber dicho cosas que los supervivientes consideran premonitorias. Y Roberto Bolaño no paraba de decir cosas. En los años que han pasado desde su muerte, la mayoría de sus amigos hemos cedido a ese supersticioso consuelo, recordar las frases donde él entreveía el fin, como si esa lógica adivinatoria hiciera aceptable su partida
“No puedo con el sol”, me dijo por teléfono, mientras desayunaba a las cinco o seis de la tarde, después de escribir durante toda la noche. Tenía la jornada laboral de un vampiro, o al menos eso decía. Resultaba fácil creerle cualquier historia, aceptar sin trabas su mitología, tan personal como su escritura.
En Barcelona se habla por teléfono con utilitaria avaricia, para “quedar en algo”. Una costumbre detestable para alguien de la Ciudad de México, donde el principal lugar de reunión es el teléfono. A contrapelo de la norma, el autor de Llamadas telefónicas marcaba los números de sus amigos para divagar sobre todos los temas bajo el sol, comenzando por el sol. En 2003, el verano comenzó bajo un resplandor criminal, digno de El extranjero, el resplandor que llevó al personaje de Albert Camus a cometer un asesinato: “Fue el sol”, diría ante el juez.
Nuestras últimas conversaciones giraron en torno a Sevilla, donde Roberto temía padecer aún más calor y al injusto olvido de Conrad Aiken, que tanto ayudó a Malcolm Lowry (“aunque el cabrón cobraba un sueldo que le mandaba la familia”, precisó Roberto, cuya erudición no perdonaba las bajezas, y estar patrocinado, así fuera por los padres, le parecía una bajeza).
También habló de su lectura reciente de Todo modo, novela del siciliano Leonardo Sciascia. En un universo paralelo, Roberto se veía a sí mismo como investigador de homicidios. Sabía de asesinos más de lo que yo creía saber de futbolistas. Conocía las armas favoritas de los depredadores seriales, sus gustos privados, las debilidades que permitían echarles el guante. Con Sergio González Rodríguez sostuvo una larga correspondencia sobre las muertas de Ciudad Juárez y con Rodrigo Fresán llevaba una especie de hit-parade de criminales. Le interesaban las figuras violentas y oprobiosas porque le gustaba medirse con temperamentos extremos y juzgaba que escribir era una tarea para valientes que luchan contra sí mismos: “La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”, dijo en una entrevista. En el cuento Enrique Martín perfeccionó esa idea: “Un poeta puede soportarlo todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte”.
En buena medida, conectó con los jóvenes lectores porque entendió que la auténtica poesía no está en las páginas de un libro, o no sólo está ahí, sino en la forma en que se vive. Sus “detectives salvajes” son investigadores líricos de la realidad, jóvenes que actúan de manera diferente, en busca de un descubrimiento esencial. Casi nunca escriben algo. Se trata de poetas existenciales que, al modo del gladiador, el samurái o el cazador de cabelleras, se juegan todo en un lance decisivo.
De Sciascia le interesaban los detectives vencidos por el cansancio que sin embargo trataban de imponer un orden en medio de una sociedad corrupta. Disfrutaba esa Sicilia esencial, de una belleza en ruinas, maltratada por el calor, donde los vicios no impiden que un testigo del mal lea con rigor filológico una cláusula de la ley, traduzca una sentencia latina, fume un cigarro de cara al mar y luego, como si eso no dependa de él, haga un gesto de dignidad.
Roberto sobrellevó sin estridencias el exilio, la enfermedad y los años de pobreza. Hizo del estoicismo una virtud, al grado de convencernos de que disponía de una mala salud de hierro. No pensábamos que el malestar lo vencería, aunque había señas preocupantes. En medio de la comida, su esposa le pasaba unas pastillas; lo hacía con delicadeza, ocultando las medicinas en un puño. Una vez abrió la mano y pude ver que eran muchas. Roberto seguía un estricto tratamiento desde que padeció pancreatitis y ese verano aguardaba un trasplante de hígado. “Durante las vacaciones, alguien va a morir en un accidente de carretera para que yo me quede con su hígado”, me dijo: “¿Te das cuenta de lo que eso significa? Si me toca el hígado de un seminarista, ¿me volveré bueno?”.
No se ufanaba de su sosegada resistencia, como si su entereza no fuera otra cosa que el resultado casual de complejas circunstancias. Todo modo le parecía una obra menor, pero le intrigaba a fondo un personaje, el férreo sacerdote Gaetano, que en algún momento de la trama dice que sólo espera un último bautizo, el de la muerte. “Qué frase, ¿no?”, dijo Roberto. Admiraba la desafiante templanza de aquel cura en la misma medida en que repudiaba que Nanni Moretti hubiera hecho una película sobre la muerte de un hijo. Esperar la propia muerte le parecía un gesto noble e imaginar la de un ser querido una vileza.
Cuando fue internado en el hospital, el aire ardía como un mensaje del horror. Una vecina de mi edificio sufrió un “golpe de calor”. Los ancianos se desmayaban y lo niños se deshidrataban. Nadie recordaba otro verano igual en Cataluña. Durante esos días, Marte, el planeta rojo, se acercó más que nunca a la Tierra. Los bosques ardían en la costa. Poco antes de la muerte de Roberto, se incendió el camping Estrella de Mar, donde él fue velador nocturno.
Asistí a su funeral en el tanatorio de Les Corts. Hubo tres oradores: un crítico, un editor y un escritor. Ignacio Echevarría encomió la resistente obra del novelista; Jorge Herralde habló del trato que tuvo con él en la editorial Anagrama, pero no pudo continuar, vencido por el llanto; Rodrigo Fresán sintetizó en una última frase el legado del colega: “Roberto Bolaño ha muerto. Sus libros están en guerra”.
Cuando salimos a la calle, parecía una capilla ardiente. “Quién nos curará del fuego sordo”, la frase inicial de Rayuela regresó a mí con esa temperatura, apropiada para alguien que admiraba a los poetas como ladrones del fuego y a los vikingos por sus funerales en una barca en llamas.
Un año más tarde, durante las Jornadas de Poesía en Español, celebradas en Logroño, Ignacio Echevarría hablaría de la relación de Bolaño con la poesía, que operó como el sistema nervioso de su narrativa. En su peculiar trasvase de géneros, el autor de Los detectives salvajes no aspiró a una prosa de densidad poética —el negro fulgor de Onetti, Faulkner, Virginia Woolf o Broch—, sino a hacer del poeta el eje central de sus historias.
Formado en Chile en la antipoesía de Nicanor Parra, militante en México de la vanguardia casi clandestina de los infrarrealistas, Bolaño se transformó en narrador para indagar el misterio de los poetas que disponen de las llaves secretas de lo real. Aunque no dejó de escribir poemas, sus versos fueron ante todo un boxeo de sombra para merecer el ring-side desde el que podía contar las glorias y las caídas de los ladrones del fuego. En uno de sus últimos poemas, fechado el 5 de enero de 1998, Mario Santiago Papasquiaro (Ulises Lima en Los detectives salvajes) escribió: “Moriré sorbiendo pulque de ajo/ Haciendo piruetas de cirquero en La Hija de los Apaches…Bajo la bendición de las imágenes sagradas/ inmortales/ del Kid/ el Chango/ el Battling/ el Púas/ Ultiminio/ el Ratón/ (sacerdotes del placer del cloroformo)”. Como su admirado amigo, Bolaño vio los trabajos del poeta como un rito de paso entre los golpes bajos y el cloroformo. ¿Hay nombre más elocuente para un profeta del riesgo que “Ultiminio”?
Bolaño pasó sus últimos años entregado a la escritura de una novela inmensa, 2666. El desgaste al que se sometió para lograr un libro que comparaba con la desmesura de invadir Rusia, mermó su salud, de por sí precaria. Después de su muerte, algunos colegas comentaron con admiración que había elegido la obra sobre la vida; sin embargo, eso es falso: para él la escritura y la experiencia del mundo eran la misma cosa.
Cuando comenzó a tener éxito se sintió incómodo y trató de preservar su independencia atacando a autores encumbrados que en su opinión cultivaban la banalidad, eran cortesanos del poder y buscaban los beneficios del consumo. No siempre fue justo en sus apreciaciones, pero eso le sirvió para no ser aceptado del todo. Sin embargo, obtuvo el Premio Herralde de Novela y el Rómulo Gallegos, y se convirtió en autor celebrado por la crítica, traducido y solicitado por congresos a los que casi siempre dejaba plantados. No quiso explotar el carisma de su vida anterior, tan parecida a la de sus personajes, ni comprometer su integridad pactando con vanidades en las que no creía.
¿Cómo conservar el fuego ilícito de la poesía cuando se es plenamente aceptado? Los artículos periodísticos reunidos por Ignacio Echevarría en el volumen Entre paréntesis fueron su forma de abrirse un espacio incómodo en la República de las Letras. Bolaño no optó por los grandes escapes (el silencio de Rimbaud, la locura de Hölderlin, la aceptación de las cenizas académicas de Lautréamont); convencido de que la muerte se sentaba a su escritorio, desarrolló una estrategia para salir de escena a su manera; se veía a sí mismo como un pionero, un marine solitario y recién desembarcado. No quiso terminar como un convencional autor famoso sino como lo que fue en el anonimato: un detective sin comisaría. En sus artículos ensalzó al loco, al marginado, al drogadicto, al suicida, y atacó a diversas potestades literarias, a veces con argumentos, a veces sin otro encanto que el disparate. Quería caer como un rebelde, un rebelde que vocifera y tiene razón.
Inflexible consigo mismo, se conmovía con la gente intrépida, sobre todo si eran niños. La figura ética definitiva de Bolaño encarna en un salvaje que rescata a un niño. Su libro de poemas Tres termina con la recuperación en prosa de una valiosa infancia ajena: “Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?”. La literatura de Bolaño es la casa a la que se dirige el hombre que duerme. Un sitio acogedor en medio del peligro. Ahí, el descastado, el pielroja, el poeta, custodian a un genio todavía futuro. ¿Cuánto vale la inocencia? El héroe que no sirve para nada sirve para salvar esa verdad. Bolaño extrajo la lección de los ladrones del fuego y la repartió en el incendio de su obra. De manera paradójica, después de su muerte adquirió la celebridad que siempre repudió. Kafka y el Che Guevara no son responsables de que se vendan camisetas con su efigie. Roberto tampoco lo es de haberse convertido en algo que detestaba: un autor de moda.
Vuelvo a los días posteriores a su muerte. Una mañana el aire sufrió un cambio repentino. El calor remitía. Salí al balcón de mi edificio. Llovía, “con lentitud poderosa”, como en el desierto que Borges imaginó en El inmortal.
El agua caía como un milagro inútil o un demorado bautizo. Roberto Bolaño había iniciado su resistente posteridad, algo que a él le preocupaba menos que aprovechar el más allá para inscribirse en un curso de Pascal.
Artículo publicado el 14 de julio de 2024 en la edición 2 del suplemento Barco de Papel.