¿Y nuestro dolor? *

raul torres

Intentaré razonar con el título que los organizadores del Encuentro Internacional de Periodistas eligieron para enmarcar esta presentación: “Bitácora para habitar el caos”.

Al hablar de este libro surge en mí una gran contradicción que sólo puedo encarar especulando. Por un lado, emergen la emoción y un sentimiento de honra por estar aquí con ustedes y frente a ustedes para hablar de Javier Valdez, pero por otro lado pienso que este libro no debería existir, no aún, no de esta manera, porque Javier debería estar físicamente vivo (que conste que digo “físicamente”, porque creo que de otras formas el bato sigue vivo y entre nosotros).

Suponiendo pues, que este libro no existiera y que Javier siguiera escribiendo al ritmo que lo hacía, en los 2 mil 026 días que han pasado hasta hoy desde que lo asesinaron, él hubiera publicado al menos tres libros. Es decir, tendríamos tres libros de Javier en lugar de un libro sobre Javier. Y uno de ellos versaría sobre el Ejército y el narco, sobre cómo ha vivido la tropa esta guerra contra la gente, y en él tal vez encontraríamos historias de soldados que en su fuero interno cuestionan muchas de las órdenes que han tenido que ejecutar; o la historia de algún pelotón extraviado en la serranía y que al verse superado en número y fuerza tuvo que aceptar la humillación para evitar ser masacrado…

Entonces, en ese universo especulativo, tal vez ahora mismo sería Javier el que estuviera en esta mesa y no nosotros, y en tiempos de una militarización consumada al menos hasta 2028, nos estaría mostrando una parte que no conocemos del Ejército y de la relación nociva que mantiene con la delincuencia organizada, una relación profunda y complicada que no cambia por decreto. Javier seguiría echando luz en un país de larga noche y nos convocaría a pensar y resistir, algo que parece ya subestimado.

¿Pero cómo sé que uno de sus libros trataría sobre el Ejército? Porque el libro que no debería existir lo dice. Y también dice que le gustaba la música de Real de Catorce, que tocaba la batería, que tuvo una banda, que fue lector voraz, que le gustaba la poesía y escribía poemas en el reverso de los manteles de papel que ponen en los restaurantes (y eso explica muchas cosas); dice que en su juventud lo marcó conocer a Rosario Ibarra de Piedra, una de las primeras rastreadoras que logró hacer visible la búsqueda de su hijo desaparecido; el libro dice que Javier intentó ser diputado federal por el Partido Revolucionario de los Trabajadores, que fue cartero, que contaba chistes durante la hora de comida, que era desvergonzado y de risa fácil, que el periodismo infrarrealista también murió al mediodía del 15 de mayo de 2017, que batallaba para escribir sus libros y le dolía el cuerpo, que pensaba que en su tierra –Culiacán– no lo reconocían igual que fuera de ella.

El libro que no debería existir es un caleidoscopio de Javier Valdez, un collage mínimo sobre su vida y su obra, la reconstrucción de una persona a partir de los recuerdos de otras, constancia de su paso por el corazón de muchos, dato duro de su existencia, nota de color sobre su carácter, crónica de sus divertimentos, trascendido sobre sus vicios, documental de cómo un sociólogo se convirtió en periodista, testimonio de dolor, coraje y asombro, prueba de que nos falta… Es un libro de la memoria y para la memoria, una provocación para leer o releer el trabajo de Javier, sus libros, sus crónicas, reportajes y entrevistas, su Malayerba en Ríodoce, es una manera de mantener al bato vivo entre nosotros y también de extrañarlo.

Al terminar el libro que no debería existir llegó a mi cabeza una escena de la película El lado oscuro del corazón, aquella donde el protagonista defiende su oficio de poeta recitando la Comunión plenaria, de Oliverio Girondo. Imaginé entonces a Javier con su sombrero, caminando por la calle y gritándole a la noche culichi esos mismos 24 versos como defensa de su manera de ejercer el oficio de periodista:

“Los nervios se me adhieren
al barro, a las paredes,
abrazan los ramajes,
penetran en la tierra,
se esparcen por el aire,
hasta alcanzar el cielo.
El mármol, los caballos
tienen mis propias venas.
Cualquier dolor lastima
mi carne, mi esqueleto.
¡Las veces que he muerto
al ver matar a un toro!
Si diviso una nube
debo emprender el vuelo.
Si una mujer se acuesta,
yo me acuesto con ella.
Cuántas veces me he dicho,
¿Seré yo esa piedra?
Nunca sigo un cadáver
sin quedarme a su lado.
Cuando ponen un huevo,
yo también cacareo.
Basta que alguien me piense
para ser un recuerdo”.

El 16 de septiembre pasado, el autor intelectual del asesinato de Javier, un sujeto de ego herido que se llama Dámaso López Serrano y a quien apodan el Minilic, fue liberado de una prisión en California; colaboró con el gobierno gringo en el juicio contra el Chapo Guzmán, negoció su testimonio a cambio de una reducción de condena que sólo le hizo pasar poco más de cinco años en la cárcel. Según él está arrepentido del mal que causó y ahora es una persona completamente diferente.

Por eso quiero aquí repetir y hacer mías, nuestras, las palabras de Griselda Triana, esposa de Javier, al enterarse de esto y exigir al gobierno mexicano que solicite la extradición de este sujeto para que responda por esta muerte y las demás que ordenó: “62 meses le bastaron para decirse arrepentido y ahora se paseará como si nada con nueva identidad en Estados Unidos. Qué indignante que el asesino de un periodista como Javier tenga más privilegios y quede en libertad. ¿Y la justicia para Javier? ¿Y sus colegas periodistas? ¿Y nuestro dolor?”.

*Texto leído en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, durante la presentación del libro Javier Valdez, el Bato.

Artículo publicado el 04 de diciembre de 2022 en la edición 1036 del semanario Ríodoce.

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