Malayerba: Dice mi apá

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No podía dejar pasar a esa camioneta. Iba a 120 kilómetros por hora. A pocos metros después del semáforo. Estaba cerca la central de policía y ese era su rumbo. Pero al comandante le movió el tapete esa camioneta negra conducida a alta velocidad.

Iba con cuatro, él incluido. Le ordenó al agente que prendiera torreta y sirena. Tras él. No tardaron mucho. Zigzagueó todavía por el Zapata. Unos automovilistas frenaron en seco. Otros tuvieron que conformarse con pitarle.

Pero la patrulla lo alcanzó. Con lentitud y determinación el conductor de la camioneta acercó la unidad a la guarnición recién pintada de amarillo. No se veía nada en la cabina. El polarizado era denso.

La patrulla quedó atrás. Otra más que acudió como refuerzo escoltó a la camioneta y quedó metros adelante. La puerta se abrió: un joven chaparro y flaco asomó sus pies, luego sus piernas y al final el diminuto cuerpo de uno de trece.

Lo primero que se le ocurrió al comandante fue sonreír ante la sorpresa. No pidió licencia porque era obvio que no traía. Tampoco identificación. Ni siquiera su nombre. Más que policía y jefe de la corporación se sintió prefecto de secundaria.

Con las manos en la cintura y acomodándose las fornituras le preguntó por su papá. ¿Sabe él que traes esta camioneta y que andas en chinga? Contestó con un sí indiferente y empezó a buscar al jefe de la patrulla entre sus agentes.

Y quién es el comandante, preguntó el menor. Quiero hablar con él para arreglarme. Al mismo tiempo parecía rascarse la bolsa trasera del pantalón, donde traía la billetera. Mira morro: yo soy el comandante y quiero hablar con tu papá.

Justo cuando el menor se vio atrapado el diálogo se interrumpió. Otra camioneta llegó al lugar. Eran los guaruras. Durante la persecución había tenido tiempo para hacer varias llamadas: también él pidió refuerzos.

Uno de ellos, que parecía tener cierta autoridad, le habló de cerca al adolescente. Éste miró de reojo al comandante y se ruborizó. No se le acercó. Siguió platicando de cerca con sus escoltas. Hasta que el teléfono sonó.

Es mi apá. Le dijo al comandante. Pronunció unos cuantos monosílabos y le pasó el celular al jefe de la policía: quiere hablar con usted.

El comandante tomó el aparato y empezó a explicar. Es que el niño venía muy rápido, es peligroso para él y pone en riesgo a otras personas. Y pues tuvimos que detenerlo. Sí. No hay problema, pero pues tiene que entender. Ajá.

Le regresó el teléfono al menor, quien no le perdía la vista al comandante ni a lo que decía. Con voz baja le dijo a todo que sí. No dijo más. Se despidió de su padre y trastabillando por la pena se acercó al comandante.

Mira morro, le insistió el jefe de la policía, no puedes andar así por las calles. En chinga. Eres menor de edad y no está bien. Pero la verdad no sé qué hacer contigo: no te puedo detener y no puedo dejarte ir así.

Le quitó las llaves de la camioneta y se las dio a uno de los guaruras. Puso la palma de su mano en el hombro del menor. Lo empujó suavemente hacia la cabina de la camioneta que ya no conduciría.

Con la cabeza gacha y los hombros caídos miró apenas al comandante: dice mi apá que me disculpe, que no va a volver a pasar. Dice mi apá. El comandante asintió con la cabeza. Pronunció un ta’bueno. Y lo dejó ir.

Artículo publicado el 24 de julio de 2022 en la edición 1017 del semanario Ríodoce.

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