Malayerba: El encargo

Malayerba: El encargo

Marido y mujer preparaban las cosas. Iban a la sierra, a casa de los padres de él. Habían crecido en esos pueblos de siembra de frijol y maíz para consumo familiar, y de mariguana y amapola para el mercado nacional y más allá. Y ahí, entre el caserío modesto, con antenas parabólicas y plantas de energía solar, los esperaban hermanos, padres y primos.

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Vieja, prepara todo. Ya casi nos vamos. Era una pareja joven, chambeadora, que apenas habían terminado la escuela y se esmeraban en salir adelante. Ella lo adoraba. Se le notaba en la mirada: le encajaba los pétalos de las rosas no más de verlo y se le derretían los hombros para quedar a los pies de él. Pero él era más sobrio y callado. Le decía que la amaba cuando andaba pedo y entonces metía la lengua en esa boca de fresa carnosa y se desbarataba amándola.

Eran felices. Niños, todavía no. Planeaba en dos o tres años, mientras se dedicaban a saciar sus jugos y repartirlos en todos sus cuerpos, en la sala igual que en el lavadero y la cocina. Apúrate, vieja. Ahí está la yelera. Mete la carne para asar, las cebollas, esa salsita que tanto me gusta, tortillas no porque las de mi amá son las mejores. Ah, y no se te olvide el encargo de mi compadre. Tú sabes dónde guardarlo. Siombre, ya deja de preocuparte. Está todo casi listo.

Montaron la carcacha, una Chévrolet vieja y destartalada, que rugía como si siempre tuviera tos y flemas atoradas. Pero no se raja la cabrona, repetía él. Y reían. Iban subiendo los cerros, escoltados por los pinares, cuando se encontraron a un viejo conocido: sus huaraches lodosos lucían al lado de una camioneta nueva, de rines de lujo y llantas todavía limpias.

Qué pasó, güé. Nada, que no prende. Válgame, tan nuevecita y batallosa. Se asomó al tablero y vio que el encendido tenía un sensor que debía detectar la llave, y ésta debería estar cerca. La traía en el bolsillo, pero no sabía que así prendía. Él le enseñó. Aplastó el botón que decía engine y también el freno, y arrancó. Ni el polvo le vieron cuando se perdió en el camino, cuesta arriba. Atrasito de él, llegó un convoy de polis. Se detuvieron y les preguntaron por un hombre así, con una camioneta nueva. Recién robada. No lo vimos.

Uno de los agentes se bajó. Se asomó a la camioneta vieja y vio la yelera. La abrió y sin esculcar la cerró. Vámonos, gritó. Los agentes y su caravana siguieron de frente, y en un parpadeo se perdieron entre los vericuetos. Él tragó saliva y ella sonrió, pícara. De qué te ríes, dijo él. Nada. Oye, y el encargo de mi compadre. Preguntó. No te preocupes: ahí viene. Dónde. La mujer acercó la yelera y la abrió. Encima estaba la verdura, unos recipientes con salsas, y abajo la carne. Dentro de una bolsa de plástico. Y entre los filetes una Smith and Weson nuevecita.

Columna publicada el 8 de noviembre de 2020 en la edición 928 del semanario Ríodoce.

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