“Yo vi cuando se rindió uno de la camioneta azul; se rindió y tiró el rifle, ya después no supe”
A un año de la Operación Ovidio, Culiacán es una ciudad como cualquier otra azotada por la pandemia. Sobre todo en el sector del Desarrollo Urbano Tres Ríos, convertido aquel 17 de octubre en el centro de los enfrentamientos entre las fuerzas del gobierno y las del crimen organizado, lo que más llama la atención son los negocios cerrados, plazas casi por completo, restaurantes, cafés, marisquerías…
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Fue como una maldición, porque después de eso se nos vino la pandemia. Desde entonces ya nada fue igual, dice un trabajador del Sushi Factory. El restaurante está siendo desmantelado. Hay seis o siete trabajadores sacando cosas. No saben a dónde irán. Los han estado reubicando en las otras sucursales. A un lado se construye a paso lento el complejo comercial Cuatro Ríos y el polvo lo invade todo. La Maroma, a un ladito, también empezó a morir aquella tarde y tampoco se levantó: desde hace meses cerró definitivamente sus puertas.
Ese día “Mario” llegó a las dos de la tarde, y estaba como supervisor de mesas. Eran casi las tres cuando entró una señora llorando porque le habían quitado el carro; llegó por la parte del estacionamiento. “Tome agua —le dijo—, ahorita se le quita el susto”. “Es que me quitaron el carro.” “Estaba bien apanicada la señora”, explica. “Salí por la puerta trasera y, mirando hacia el semáforo, vi a seis o siete tipos armados que iban y venían con los rifles. Y nos preguntábamos ¿pues qué está pasando? ¿nos van a asaltar, o qué?
“Veíamos si era conveniente comentarle a los clientes o ya los metíamos a los baños para protegerlos. ‘Si le dices a la gente se va a poner nerviosa, mejor hay que esperar’, me dijo un compañero. Me metí a la cocina y pregunté si sería prudente cerrar las puertas con llave por si quieren asaltarnos, pues que no entren; me dijeron que no, que podíamos provocarlos… decidimos dejar las cosas así…. Luego salgo por este pasillo (señala el frente del restaurante) y ya estaba parado un cliente porque quería irse… en eso empiezan las detonaciones muy fuertes y la gente empezó a tirarse al piso, mucha gente empezó a correr; el restaurante estaba como al 70 por ciento, unas 120 gentes había en las mesas; en friega metimos gente en la bodega, en baños de empleados, en baños de restaurante, en la azotea, en un espacio para el equipo de cómputo; cuando empiezan las detonaciones se vino la estampida hacia la cocina y les gritábamos ‘¡no corran, no corran, no se empujen!’, pero era tal el caos que yo mismo empecé a correr para protegerme; uno de los gerentes los empezó a dividir, mujeres y niños acá, hombres allá, los empleados a la azotea… las áreas donde metimos a la gente fueron las refrigeradas, uno de los gerentes sacó su celular y vio que el desmadre no era en el restaurante, sino en la calle, alguna gente estaba en la puerta protegiéndose, por la calle pasaban camionetas de militares y carros y camionetas en chinga, mucha gente corriendo en las calles; y los balazos cada vez más tupidos”.
“Mario” es entrevistado en la parte de atrás del Sushi Factory. Ya se van. Los agarro sacando el mobiliario. Son como seis o siete empleados, entre ellos una muchacha de apenas 20. Comen y ríen por cualquier cosa. Están de buen humor.
“Había muchos niños esa tarde. Cuando las cosas se tranquilizaron un poco los cocineros les llevaban de comer arroz, zanahoria con mayonesa, porque lloraban de miedo y de hambre también. Les cambiaba la mirada. A los niños les encanta el sushi.
“No nos dimos cuenta cómo ni cuándo llegaron, pero de pronto vimos que adentro del restaurante había un policía, se acercó a nosotros y nos dijo yo soy el comandante fulano de tal, ahorita vienen los militares… eran estatales, varios, ya estaban por todo el negocio y me acuerdo que un compañero les dijo ‘oiga lo que guste menos militares porque vienen contra los militares, los estatales no hay problema’. Y así fue, no llegaron más que estatales; y lo que ellos querían era cuidar a la gente y fue lo que hicieron”.
“En el restaurante solo hubo un herido, un fotógrafo, lo atendieron en el baño; no sé cómo estuvo pero cuando la gente empezó a correr él ‘dijo yo trabajo en el medio, voy a ver qué está pasando para tener la nota’. Y ahí fue cuando le pegaron el balazo en la pierna. La bala vino de la parte de la gasolinera, hay impactos todavía, varios carros de nosotros traen impactos, hay en las paredes… A este muchacho se lo llevó uno de los clientes porque las ambulancias no quisieron entrar, nadie se lo quería llevar”.
Lo que menos puede olvidar “Mario” son los estados alterados de la gente que gritaba que la iban a matar. No es posible controlar eso y menos cuando hay mujeres y niños…. Había un grupo del Tec de Monterrey que venía por primera vez a Culiacán, yo los iba a llevar a mi casa cuando ya se había calmado todo, como a las nueve de la noche; vámonos a mi casa, les dije, como quiera los acomodo en la sala, donde sea, pero no pueden quedarse aquí. Pero cuando ya nos íbamos a ir llegaron por ellos. Justo en ese momento se escuchó un ruidajo de balas y cuando volví a salir vimos que habían balaceado la entrada, tumbaron la puerta, una señora estaba histérica gritando porque adentro de un carro había dos o tres ingenieros de la obra de enseguida que también ya se iban y quedaron en medio del fuego. Pero no les pasó nada”.
Caminar entre muertos
“Eran pasaditas de las nueve. Cando yo salí para irme. Me topé con tres muertos, uno estaba en el camellón y había un carro atravesado, yo tuve que subirme al camellón y esquivarlo, y allá miré a otra persona con un chaleco, no sé si era policía o maleante. Y la otra persona estaba en una camioneta blanca con las puertas abiertas y los intermitentes prendidos”.
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La camioneta blindada azul quedó ensartada casi enfrente de ellos, por el otro lado del bulevar. La misma que había hostigado a militares y policías en un ir y venir frenético vomitando fuego con el Barret.
“Yo vi cuando se rindió uno de la camioneta azul”, terció uno de sus compañeros, también trabajador del Sushi. “Se rindió y tiró el rifle, ya después no supe”.
“Mario” retoma: “Cuando al otro día dijeron que eran como diez muertos dije nombre, pues si nada más en la primera vuelta se llevaron los que dijo usted aquí, más los otros dos de la Renault, más los tres que yo miré aquí, más los dos carpinteros, más uno o dos que había por la calle que va al estadio.
—Uno de los sicarios quedó por la Josefa —les comento—, debajo de un tejabán. Llegó caminando, iba herido. Y ahí murió.
—Sí —dice el compañero de “Mario”—, era el chofer de la blindada. Después supimos que había quedado por la Josefa.
Bromean entre ellos; ya casi terminan de comer y tienen que seguir sacando cacharros.
“Ya después uno se ríe, —dice ‘Mario’—, pero sí estuvo muy cabrón”.
¿Y de qué te reirías ahora?
Piensa un poco mientras se limpia la boca:
“No pues, dentro de todo pasaron cosas curadas. Uno de los chefs se encerró en un cuarto de la cocina, él solo. Le entró el pánico y atrancó la puerta con todo lo que pudo y dijo, aquí no entra nadie aunque quiera, tendría que tumbar la puerta. Le puso sillas, bancos, y se quedó ahí calladito, quieto. Lo que no se fijó, por los mismos nervios, es que la puerta abría hacia afuera”.
La gente quedó traumada, dice “Mario”. A ellos la empresa les contrató una sicóloga para que les ayudara con terapias. El restaurante tardó semanas en recuperar clientela. A los meses se supo de otra balacera por el lado de Lomas de Rodriguera y la gente se fue; incluso tenían miedo los empleados. Esa vez yo les dije ‘el que se quiera ir, váyase’… y una vez nomás les dije. Ni un trabajador se quedó.
El ‘Niño’
Muchos lo vieron caminar después de bajarse de la camioneta blindada azul cuando se impactó contra otros autos. Era el chofer. Llevaba un “Cuerno de chivo” en la mano y se agarraba el vientre. Zigzagueaba. Entró por la Josefa Ortiz rumbo a la Obregón. Al llegar a un portalito que sirve de estacionamiento, se dejó caer bocarriba. Estuvo respirando un rato. No hablaba, no pedía auxilio, solo respiraba. Al rato ya no se movió.
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Alguien le tomó una foto. Vestía pantalón negro, zapatos negros y camiseta blanca de resaque. En otra foto ya no tiene los zapatos ni el “Cuerno”. Su cuerpo no aparece en el registro de la Fiscalía. Una vecina dice que llegó a su casa después de las once de la noche y que lo vio tirado todavía, pero que al amanecer ya no estaba.
Semanas después, en ese lugar situaron un cenotafio con sus iniciales (“HJLS”) donde siempre tiene flores blancas y amarillas y una veladora encendida. Le decían el “Niño” y había nacido el 3 de julio del 96.
Artículo publicado el 18 de octubre de 2020 en la edición 925 del semanario Ríodoce.