Malayerba: El consejo

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Le voy a dar un consejo. Le dijo en voz baja pero clara y fuerte, el oficial de la marina. Dígame si le interesa. Ella asintió, aún con los temblores expropiando su cuerpo, el llanto fuera de control, la ira y la tristeza y la frustración y la impotencia mezcladas en esos dos minutos, en ese predio baldío. Está bien, dijo ella. Lo escucho.

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El oficial siguió con el fusil terciado. Media cara detrás de ese pasamontañas, una escuadra negra a medio muslo y en su fornitura, y ese porte de estatua de plaza central.

Él había llegado primero a la escena del crimen. Minutos antes, quizá media hora, una joven había sido levantada y luego fusilada en ese terreno deshabitado. Quedó tirada, con los ojos cerrados, boca abajo y los brazos esperando a cristo. Ella la vio y lloró. Sí. Sí es. Traía ese llanto como de tiro arriba y lo descargó ahí, sin control y con todos los grifos abiertos. No gritó, hasta eso. Mantuvo su boca, sus labios de gelatina, sellados.

La occisa, una joven hermosa y aún con el relámpago del primer rayo solar en el rostro, a pesar de lo mortecino, había estado en una fiesta, con otros chavos. Bailaban, invadían la banqueta y colmaban la cochera de la casa. Algo de cerveza y tequila, salchichas, cacahuates y queso, como botana. El murmullo era opacado por la música de banda y el punchis punchis.

Festejaban el cumpleaños de uno de ellos. Los de más edad permanecían apartados, hacían sus bolitas, porque los jóvenes, esos con la pila bien cargada, eran mayoría y dueños de la fiesta. Rostros sonrientes, vasos y botellas en mano, alas en los pies, cadenas zafadas, y un grito de ea ea ea retumbaba en el vitropiso.

Llegaron unos hombres de negro, con el rostro cubierto. Apuntaban a todos con sus cuernos y dieron con ella. La tomaron de los brazos y la sacaron de la casa, entre gritos de ella y el silencio de una cumbia que se había quedado en las bocinas, como burla macabra. Un familiar quiso intervenir pero uno de los hombres le dio un culatazo: petrificados, con la bebida en la mano, veían cómo se la llevaban y no pudieron hacer nada.

Pasó poco tiempo para que avisaran sobre el hallazgo del cadáver de una joven y fue así que llegó ella, su mejor amiga, al lugar. Ahí estaban los de la marina, la policía todavía no llegaba. Y la mujer se acercó, tapó boca y nariz con las palmas de sus manos y asintió. Es ella. Y dio el nombre. El jefe del grupo de la marina que estaba ahí se le acercó, cambió la voz de acero por una suave pero firme. Le voy a dar un consejo. Ahorita van a llegar los policías municipales. Digan lo que digan, usted no sabe nada.

Y así fue. Llegaron los agentes y ella se amarró. No sé nada. Después supo que esos polis eran los mismos que merodeaban la casa, la fiesta y ahora la muerte certificaban.

Columna publicada el 19 de julio de 2020 en la edición 912 del semanario Ríodoce.

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