Malayerba: Flaco

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El hombre llegó con el doctor e hizo antesala. El médico atendía a una mujer que traía unos dolores en la panza que le subían al pecho y le bajaban un poco. Intensos a veces, como punzadas otras. Unas se quedaba buen rato y otras el dolor llegaba, como que tocaba su panza dos, tres veces, y se iba.

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Él esperaba afuera. El doctor era un viejo conocido, alguien de mucha confianza. Le estaba dando un tratamiento pero como que los resultados estaban tardando: tercera visita. Él ansioso, en la antesala. Sudaba y se tallaba la frente con la mano, y luego la palma extendida terminaba seca en la mezclilla del pantalón. Hizo eso una y otra y otra vez. Nervioso. Volteaba para los lados. La sala estaba sola pero él seguía volteando. Se paró, caminó. Avanzó hacia la pared, a ver un cuadro en cuyo centro había un río, un sol posando, una montaña. Dio dos pasos atrás, y se asomó a la banqueta. Nadie en el río de la calle.

Hacía calor en el rancho. En la sala de espera del consultorio no había aire acondicionado ni televisión ni radio. Chingado, dijo. Palabras con eco, por esa sala de espera sin recepcionista ni otros pacientes. Solo esas sillas patulecas y su figura ñenga, descuidada. Se sintió atarantado, algo zurimbo. Güilo y seco, en esa inmensidad de paredes despobladas y secas. Sala de espera sin esperanza.

Al fin salió la mujer, renga y sobándose la panza. El doctor puso su mano en el hombro, como queriendo consolarla. Le dijo todo va a estar bien y para mañana habrá menos dolor, ya lo verá. La acompañó hasta la puerta y luego acudió a saludar a su amigo: abrió los brazos y terminó dándole la mano, el abrazo fue de lejos y de sonoras palmadas en la espalda. Pásale, pásale. Qué te trae por aquí.

El hombre sintió un ligero alivio cuando vio a su amigo médico. El brillo regresó a sus ojos, aunque de repente se apagaba. Pero qué flaco estás, güey. Qué te pasó. Él no respondió. Dijo que iba por lo de su tratamiento, que le diera más medicina y lo revisara. Así lo hizo y terminó firmando la receta. Se la entregó con una sonrisa completa y le preguntó qué te ha pasado, cabrón. De verdad estás ojeroso, desmejorado.

Entonces el hombre abrió la boca y pareció enseñar más allá de los colmillos, la garganta y la manzana de Adán: abrió su pecho, aventó sus lanzas de palabras y una metralla de coraje y frustración: mira, compadre, tengo dos semanas viviendo en el monte, comiendo ramas y de lo poco que alcanzan a llevarme, porque los pinches soldados están ahí, en mi casa, cocinando en mi cocina y comiendo en mi comedor, esperándome, y yo esperando a solas, en el pinche monte, pensando en los dólares que dejé en el cajón.

Columna publicada el 21 de junio de 2020 en la edición 908 del semanario Ríodoce.

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