Para leer en cuarentena

Para leer en cuarentena

Desde el año que nacimos, 2003, hemos aprovechado estos días para ofrecerles algo de lectura. Ora en Semana Santa, ora en la de Pascua. Ahora tendremos más tiempos para leer por algo más que el descanso obligatorio: la cuarentena, que, casi obligatoria, nos conmina a encerrarnos para no exponernos y exponer a los demás, a contraer el coronavirus, esa maldición.

En esta edición  rescatamos textos de Javier Valdez publicados en su libro De azoteas y olvidos, y de José Luis Franco, publicados en Mira esa gente sola; uno asesinado y otro muerto en vida; los dos memorables pilares de Ríodoce. Los dos vigentes en su prosa y su legado. Textos que rescatan nuestras ciudades y sus personajes, ahora que el encierro nos permite verlas de otra manera, llena de polvo y soledad, pero también de luz y esperanza.

Que los disfruten.

 

 

¿Quién habita el viejo malecón?

De mañana, de tarde o de noche, ¿quién habita el malecón viejo, que nadie pisa y todos transitan?

Antes los bicicleteros surcaban los vientos sobre la acera del río y los que gustaban de caminar sobaban sus suelas contra el adoquín, haciendo ejercicio o simplemente presenciando el espectáculo del lugar.

Bajo sus puentes, en los que alguna vez disfrutamos del charco aquél, habitaban desempleados, amantes del ocio y vagabundos que ahora solo atinan a inyectarle un dejo de tristeza gris a las columnas.

Ahí hubo besos a escondidas, lejos de las luces de neón que transitan rápido por el malecón. Hubo caricias y abrazos eternos, con un calor depositado en vericuetos de las escaleras que conducen a la parte alta de la Hidalgo, por la Obregón.

Ahora todo huele a viejo, humedad, líquido excrementino, guardado, soledad, y el lugar hele y duele, abandonado y demencial.

Hay graffitis y eco. Los vehículos pasan sobre el asfalto y solo se escucha cómo golpean los neumáticos con las divisiones del pavimento y las señales pegadas a la superficie, que se iluminan de noche.

Pero ya nadie hace ejercicio aquí. Todos emigraron, con bicicletas y pantalones deportivos, al otro malecón, al nuevo al de la vista panorámica, y ágoras del otro lado de la calle.

Ya nadie camina —no como un objetivo terapéutico, sino como una forma de trasladarse— por este lugar. Ni se sienta en la barandilla para ver qué hay más allá de sus narices. Ni hojea periódicos en esos intentos de balcones. Ni ve por dónde se oculta el sol. Por eso ahora el viejo malecón es solo para andar de prisa, pisar el acelerador, pintar el cielo inmediato con luces de neón iy de arbotantes tuertos, pasar de un extremos al otro de la ciudad sin voltear a ver las pingüicas.

Ahí, en ese malecón, que alguna vez fue calificado como la cantina más grande de Culiacán —por la cerveza de fin de semana, las camionetas estridentes y las siluetas a contraluz—, hoy no hay nada. Solo música de paso, a lo lejos, y peatones fantasmales que nunca pasaron por aquí.

¿Quién habita el viejo malecón? Nadie.

Apenas unas hojas que se caen, un adoquín polvoriento y los recuerdos de aquellos besos y abrazos eternos que ya no volverán.  (Javier Valdez. 1 de marzo de 2001)

 

 

Suena el viento

En las tardes de verano culichis suena el viento en las calles, en los solares baldíos. Es un viento caliente y seco. Se mete polvoroso en las salas, empaña la tele, las cortinas, el piso; es el viento de la sequía, en amasiato con el calor.

En las aceras los teléfonos públicos; el ambiente caliente que provoca almorranas en las orejas y los pájaros grises que habitan nuestras pingüicas brincan en el asfalto con el pico abierto  la respiración agitada.

El sopor se alimenta del aire acondicionado, que siempre es insuficiente. Sale aire caliente de los vehículos. De los aparatos electrodomésticos, de las narices de tanto paletero.

La brisa de las fuentes de la mona bichi del parque revolución y la plazuela Obregón agrada a los boleros, pero evapora rápido.

El Sudor surca nuestra pie, mancha camisas y pantalones, y los jóvenes buscan en las máquinas expendedoras de refresco el oasis en pleno desierto, también en un vaso de limón o en una paleta helada.

Es el mismo viento y la sequía los que hacen que el río Tamazula nos enseñe su ropa interior, su vientre formado por mapas de tierra que asoman entre pequeños charcos de agua.

El viento seco y caliente tiene permiso de derretir peatones y vendedores ambulantes en las aceras.

Y los de carne y hueso usan cachucha o sombrero, lentes, prendas ínfimas, para no sufrir el sol que también está de malas y que a las siete y media de la tarde pone a 37 grados centígrados el termómetros electrónico del Centro de Ciencias de Sinaloa.

El viento con polvo se mete en los ojos, despeina, tapa los poros más diminutos y nos colma. Hace bailar la maleza en los solares baldíos y se adueña de este reseco escenario urbano.

Y suena a qué: a desolación en el campo, a sed en el desierto, a niño enfermo, a tardes coloradas, a lluvias que no llegan, a Dios de mal humor. (Javier Valdez. 4 de junio de 2000)

 

 

Barbi Súper Malibú

Aquello era algo así como el Olydia del arrabal, el Clips and Beer de la nostalgia, el Dos 25 Bar de los pobres.

De noche todos los que bailan y se confunden entre las luces de colores son pardos. Así era ahí, en esa pista de concreto, sin cristales ni vitropiso. Sillas patrocinadas por las firmas cerveceras, cuadradas e incómodas. Una barra con trozos de jerga para manteles.

Pero lo mejor eran sus visitantes. Esa población que parecía flotar en el centro de la pista de baile. Esos, los nostálgicos, que aunque se movían muy poco brincaban cuando escuchaban El pueblo del funky o Las chicas sólo quieren divertirse.

Ahí estaba ella: la Barbi Súper Malibú. Su regordeta figura rompía con todos los cánones de la belleza y de la mundialmente famosa muñequita bulímica. Pero también rompía con el estereotipo de la belleza culichi, de las formas femeninas de las esbeltas ciudadanas locales. Y rompía con todo, incluso con el baile y con los ritmos. Era el sobrepeso convertido en felicidad. La sensualidad de los kilos de más: de mediana estatura, pelo teñido de castaño, zapatillas altas, minifalda entallada, escote infinito y espalda bichi. Y guapa, de llamativas líneas faciales. Era la Barbi de la Hidalgo, de la Sanalona, de la caseta cuatro, de la colonia Mazatlán o la Guadalupe Victoria, de Las Vegas o tal vez de la calle Colón e Indio de Guelatao. Era la diosa del lugar y sus alrededores.

Había en esa pista selvática, ruidosa y calurosa, mujeres bellas, representativas de las siluetas culichis, pero nadie destacaba tanto como ella, con esos movimientos cadenciosos y concupiscentes. Esa forma de flexionar las rodillas, levantar los brazos, entrecruzarlos y girar las caderas.

Y las luces le hacían el juego. Bailaba con ella el tipo aquél, vándalo de cualquier barrio, cholo, banda de cualquier colonia. Pero también bailaba la bola esa de pedacitos de cristal, justo donde chocaban se rompían en miles y se distribuían generosas las luces amarillas, azules y rojas.

Era como si en ese momento, con su bailar y sus movimientos pélvicos, la luna y las estrellas de julio, de noche entrenublada, relampagueante y atisbos de centellas, se unieran en un reflector hacia nuestra Barbi Súper Malibú, en el Malibú para levantarla por encima de las otras y destacarla por ese cuerpo simpático, voluminoso y lleno de vida.

Era nuestra muñeca de carne y hueso, llena de gracia y ritmo. La diosa del Malibú que nunca se sentó. Ni siquiera cuando la música se apagó. (Javier Valdez. 14 de julio de 2002)

 

 

El otro ojo

Viajan entre la blusa corta de la mujer y esos pantalones ajustados y a la cadera: son ombligos femeninos que se multiplican como baches en la piel oscura y roñosa de las calles citadinas.

Ombligos como ojos. Que lo ven a uno sin verlo. Que hacen gestos y fruncen el ceño.

Obligos, orificios sugerentes entre la mirada de una mujer y ese andar europeo, cadenciosos, con música en los pies y en el pelo travieso con que juega el viento.

Unión indisoluble entre las montañas del norte y la selva del sur. Oasis en el que descansan esos bellos vellos que surcan verticalmente el cuerpo femenino cual camino trazado para encontrar el suelo.

Ombligos como niño recién nacido, vivaracho, de ojos y mirada pícara, posando en el centro de las panzas tersas que ellas presumen y pasean por las aceras, para que todos lo vean.

Cicatriz de la vida y cordón umbilical que nunca se rompe sino que se arraiga para siempre, escondido y haciendo un nudo de piel que nadie desata. Ni siquiera la muerte, esa tipa terca e imprudente.

Sucursal del erotismo en esa piel que se asoma, morena, blanca, prieta, amarilla, bronceada.

Ombligos de acero inolvidable, a los que se les cuelgan aprontados arracadistas, y aretes que solo contaminan el ambiente dérmico de ellas con ellos.

Ombligos que se esconden, que traviesos se asoman y se vuelven a esconder con el movimiento de esas caderas anoréxicas, esbeltas y pasadas de peso.

Obligos que la blusa tapa, pues están avergonzados, pero que la piel destapa cuando quieren admirar el paisaje urbano.

En la lluvia: ombligos como norias que esconden en su vientre agua que Dios regó. Que se anegan y se declaran damnificados de esa humedad que llega a todas partes y los alcanza, inexorablemente.

En el calor: ombligos que sudan, que se empapan con el sol de mediodía, que van secándose y mojándose mientras caminan y se ejercitan.

En el frío: ombligos a los que se les enchina la piel, que se resfrían y usan antigripales y bufanda pero que no dejan de presumirse en ese mapamundi que son las caderas de mujer. (Javier Valdez. 28 de julio de 2002)

 

 

La venganza de El Guayabo

Volver al Guayabo es reencontrarse con uno de los oasis ambarinos de mayor tradición en Culiacán. Pero también representa la posibilidad de mirar, en la misma licuadora que alguien instaló en el fondo de las botellas, a los menos vagos conviviendo con los más vagos.

Ahí, debajo de esos guayabos y rodeados de iguanas policromáticas, se encuentran ese ancestral y quimérico mapa que nos lleva a la felicidad. Esa que se alcanza y encuentra cuando un reúne la buena música con el agua de fuego y, a decir de Joaquín Sabina, las malas compañías que en lugares como estos son las mejores.

Los vagabundos y aquel mudo que no para de mover las manos, simulando tocar la batería, los doctores que salvan vidas —pero no la de ellos— y curan enfermos —aunque ellos no logren curársela— músicos y catedráticos universitarios, fotógrafos y gambusinos extraviados. Todo.

El Guayabo es algo más que ese árbol generoso. Más que ese galerón fresco y esos meseros que parecen marineros. Más que las cuerdas, baquetas, teclados y cañas de los saxofones.

El Guayabo es el túnel del tiempo. Aquí nadie envejece. Al salir por la Francisco Villa uno puede percatarse de que la ciudad vivió dos semanas: unas horas apenas, adentro.

El viaje barato de este túnel del tiempo lo hacen los amigos los que tocan, que cantan, los aficionados que se suben y agarran el micrófono y los que brindan—, pero también la sicodelia sesentera de esos músicos que no tocan, pues lo hace Dios. Las mejores compañías para estos viajes placenteros están en las cuerdas del violín, bajo y guitarra; esa batería que parece cantarnos al oído; esos saxos que nos invitan a bailar; esos teclados que acarician y las tumbas que gritan nuestros nombres luminosamente.

Los magos de este rincón donde habitan los fondos de las botellas pueden hacer aparecer una sonrisa en los rostros duros de los parroquianos que ingresan a sus filas con rostros de monumentos, cargando el sol en la frente.

En este rincón bohemio habitan los gambusinos de la felicidad, del oro de la vida, el tuétano de los judíos errantes de la ciudad. (Javier Valdez. 25 de agosto de 2002)

 

 

Sobre culichis y patasaladas

De pequeño me tocó ver con nitidez la diferencia entre ir a Mazatlán e ir a Culiacán. Yo vivía en La Cruz, a la mitad de estas dos ciudades, y los camiones de esas rutas salían a la misma hora para llegar a sus destinos prácticamente al mismo tiempo, de manera que los que viajaban a Mazatlán veían a los que irían a Culiacán y viceversa. Los primeros, por lo regular, se veían despreocupados, como si de ir a un baile se tratara. La vestimenta no era de protocolo, tenis o hasta chanclas se podían usar, camisetas, pantalón de mezclilla. En cambio los segundos revisaban papeles antes de subir al autobús, se veían bien relamidos, con ropa de domingo y zapatos impecables, recién boleados en el peor de los casos, sino es que nuevos. La razón era muy sencilla y yo mismo la padecí en alguno que otro viaje en que un pariente me emboletó para ir a Culiacán: allá se iba a tratar asuntos, cosas importantes, en cambio a Mazatlán solo se iba al chiroteo. Una razón más para que mis anhelos tuvieran a este puerto como blanco.

Así, muy temprano descubrí que Culiacán era para trabajar y Mazatlán para irse a la playa, beber el agua de un coco helado y luego comerse la pulpa con limón, sal y salsa brava. Una delicia. En Culiacán uno brincaría de ventanilla en ventanilla para arreglar un trámite; en Mazatlán uno brincaría en la arena, entre gente tirada al sol, para llegar hasta el vendedor de mangos pelados ensartados por un palo.

Cierto, ciudades con vocaciones muy definidas, con empeños bien delineados, tanto así que eran asuntos de disputas curiosas. El “quítenle a Mazatlán el mar y ¿qué le queda?” es un asunto repetido por sécula seculorum y vivo reflejo de las rencillas provocadas por el sino. Además, de aquí para allá se usa decir: “Lo bonito de Culiacán es que está cerca de Mazatlán”. Como si a unos les tocara cargar con la cruz del pecado original y a los otros los hubieran premiado con la reedición del paraíso en su versión terrenal. Curioso espejismo porque para beber el agua del coco y después comer la pulpa, una persona tenía que realizar el quehacer y lo mismo con el mango pelado ensartado en un palo.

También, es preciso decirlo, cuando alguien regresaba de Culiacán lo hacía trayendo novedosas ideas de trabajo: un nuevo sistema de riego, la noticia de que había un nuevo financiamiento para el cultivo de las tierras, cosas por el estilo; de Mazatlán solo se traía la piel bronceada, alguna moda perturbadora, una expresión en inglés, un recuerdo. De una se regresaba con el rostro serio, concentrado en cosas trascendentes; de la otra con una sonrisa y flotando en una nube. De una se traía armas para enfrentar la vida, de la otra se traía, así de simple, la vida.

El gentilicio formal para el oriundo de Culiacán es culiacanense, pero desde que tenía muy temprana edad, Mazatlán lo modificó por culichis. Fue tal el acierto del rebautizo que hay quien piensa que lo de culiacanenses está mal aplicado. Para no quedarse atrás, el revire transformó a los mazatlecos en patasaladas, aunque el neogentilicio no ha tenido la trascendencia ni el arraigo del otro. En los románticos tiempos en que el beisbol despertaba pasiones incendiarias, a los culichis se les lanzaban tomates, por su nombre de batalla. Difícil conseguir venados para aventarles a los patasaladas, de manera que la sal fue la solución. En los cielos del Ángel Flores y el Teodoro Mariscal, con el gran clásico en escena, volaba en sentido contrario una de las combinaciones perfectas: el tomate con sal.

Y si las ciudades son diferentes, opuestas en sus formas de ser, sus habitantes también deben serlo. Y vaya que lo son. Hasta en el acento al hablar. Los mazatlecos cuando van a Culiacán a realizar un trámite salen pensando en el regreso desde que piden en la ventanilla su boleto de ida. Arreglado el asunto no hay poder que los convenza de disfrutar unas horas de ocio en la Perla del Humaya.

—¿Por dónde me escapo? —es lo que pasa por la mente cuando alguien nos sugiere hacer una visita técnica a El Guayabo.

Hasta ahora no he escuchado un narcocorrido que diga: “Nos vamos pa’Culiacán, nos vamos en la blindada, que nos siga la plebada, nos vamos en caravana. Y me rentan una suite, allá en el hotel Lucerna”. Hasta la rima se tropieza.

Como que se le tiene tanto respeto al ritmo de vida de la capital del estado que no se quiere interferir en él, por decirlo de un modo amable. Eso es algo que nos reclaman nuestros amigos de allá: “Nunca te quedas”. Cierto, varios conocidos se han quedado allá y han transformado sus vidas acomodándolas al estilo de su nuevo entorno, pero a la menor provocación les aflora el chovinismo y son capaces de ir a un partido de los Dorados con una gorra de los Venados. Además, se atreven a andar en short en pleno centro. En casos patéticos le ruegan al marisquero que le caliente el caldo de la campechana, como aquí hemos visto que los culichis piden hielo para enfriarlo.

En cambio los culichis, cuando tienen que hacer algo por acá, buscan la manera de que sea en viernes, para así reventarse el fin de semana. “Y me rentan una suite, allá en el hotel El Cid, quiero a toda la plebada, con la nariz empolvada”. Son pocos los que acostumbran el “pisa y corre”, que tan bien nos sale a nosotros. Cosa que he notado es que la gran mayoría detesta tener contacto directo con la arena. No sé a qué se deba esta aversión, quizá para que no se les salen los pies, pero es bastante común en ellos. De hecho muchas de sus mujeres, obras maestras de la naturaleza, suelen visitar la playa en bikini y zapatillas. Otra cosa: se la pasan haciendo comparaciones y es de lo más normal que sin venir a cuento nos salgan con que “es que allá sí trabajamos”.

Son cuestiones de diferencias esenciales entre dos ciudades que se separan no solo por poco más de doscientos kilómetros, sino por muchas cosas más que deberían derivar en un profundo estudio sociológico para desentrañar misterios tan abrumadores como lo es que en Culiacán, el Ángel Flores luzca de manera patética solitario nomás empiezan los Tomateros a perder y el Teodoro Mariscal se vea a reventar con los Venados enmarañados en una interminable sarta de fracasos, por decir solo uno.

Aunque por comodidad todos se remiten al béisbol, la amorosa rivalidad entre culichis y patasaladas tiene mucho más trasfondo, digno de un sesudo ensayo que ni cabría en el espacio que se me concede semanalmente, ni se me pega en gana hacerlo. (José Luis Franco)

 

 

Olas altas y el Campo Siete

Hace algunos años, tras la broma con tendencia “amorosa”, de humor negro, “quiero que me sepulten aquí en Mazatlán, a un lado de tu tumba”, me defendí diciendo que eso no sería posible pues a mí me gustaría ser cremado y que mis cenizas las esparcieran en el sitio que más he amado en Mazatlán. No ocupé decir su nombre, estábamos en ese territorio, la broma tuvo una contraofensiva:

—No friegues, sería terrible que las olas, ya ves como son insistentes, regresaran tus cenizas al malecón y que aparecieran en Olas Altas ejércitos de diminutos Pepes Franco chillando por una cerveza.

Muchos años antes, en un viaje con mi padre de La Cruz a Mazatlán, le dije que quería conocer Olas Altas y el Campo Siete, los sitios de los que más oía hablar a los viejos del pueblo. De Olas Altas todos hablaban abiertamente, con esposas, hijos, niños y amigos presentes, y me dibujaban al sitio mejor que los que aparecían en las películas del cine México. ¡Qué Acapulco ni que nada! Del Campo Siete, que mi ingenuidad hacía ver como un enorme estadio de beisbol, no había mucha descripción, y se me comentaba a escondidas, como travesura compartida. Me decían que tenía que ir ahí cuando me llevaran a Mazatlán. Que le dijera a mi apá.

Y así se lo dije, que quería conocer las Olas Altas y el Campo Siete. La carcajada fue larga y estruendosa, además de incomprensible, en aquel momento. ¿Acaso era falso que existieran unas Olas Altas? ¿Me habían mentido, también con el Campo Siete esa bola de viejos que tanto quise y recuerdo? Debí haberme hecho más chiquito de lo que estaba en el asiento de la camioneta, desinflado. Pocas veces tenía la compañía paternal y cometer errores con él me daba miedo.

Se le apaciguó la risa y me dijo, acariciándome la nuca:

—Vamos a que conozcas Olas Altas, ya tendrás tiempo más tarde de ir al Campo Siete.

Volví a inflarme en mi asiento, a asomarme a la ventana y ver una ciudad llena de luces. La Cruz era un quinqué, Mazatlán un reflector. Era de noche. Hermosa. “Ese se llama Hotel de Cima”; “mira, esos son los Monos Bichis”; “esta es la Casa del Marino”; “ese es el Hospital Civil, ahí llevan a los loquitos”; me ilustraba mi papá y, más adelante, señalando una boca en o en la falda de un cerro, a mi lado izquierdo, me dijo:

—Esa es la Cueva del Diablo, ya estamos entrando en Olas Altas.

¡La Cueva del Diablo! Venía medio huyendo de La Cruz por unos coscorrones que me había dado el padre Lucio siendo yo su monaguillo, quizá porque lo invité a conocer Olas Altas o el Campo Siete. Sepa. El caso es que su influencia me hacía ver demonios por todas partes y ver la casa, o cueva, del mismísimo Lucifer, Satanás y demás apodos, pues ¿qué diré?, de modo que a sabiendas que esta estaba cerca de Olas Altas me orilló a vislumbrar el sitio como algo malévolo. Quería ir de inmediato a casa. O al Campo Siete, para quitarme la mala impresión. Intuición infantil.

¡Qué va! Entramos en esas Olas Altas y sentí, cuando me dijo mi papá que era ahí, la misma emoción que me abordó muchos años después ingresar a ese sitio dirigiendo desfiles de carnaval. El primero, en 2008, mucho más impresionante, pues cuando pasé el Venadito, emocionado, en un balcón del hotel La Siesta, descubrí a una mujer idéntica a mi madre, fallecida dos años antes, que de inmediato, como si hubiera localizado mi mirada, se adentró en su habitación. Ni quise regresar a preguntar a la administración el nombre de la persona que se hospedaba en ese cuarto por temor de caer en la telaraña de una historia paranormal, o un desengaño peor. Pero la vi. Como vi, aquella noche al lado de mi papá, ese hermoso collar que nunca me cansaré de elogiar y besar de Olas Altas.

A petición mía, bajamos a la altura del hotel Belmar. Debió ser septiembre o cercanía de un temporal. Hacía mucho calor y las olas eran en verdad altas, se brincaban el muro de contención y llegaban casi hasta la media calle. Mi papá, acostumbrado a eso, ni se inmutaba, pero yo, maravillado por el descubrimiento de ese sitio inigualable, brincoteaba, muerto de risa, de un lado a otro, esquivando las lenguas del mar, que intentaban seducirme aun más. Yo batallaba con quién jugar y Olas Altas se volvía mi cómplice, aunque fuera vecina de la Cueva del Diablo. ¡Ahí viene otra ola! Y a correr.

A la Chevrolet ni la seducían ni la inquietaban los lengüetazos, pero a mi papá sí. Ni aguantó la quinta arremetida de las olas prófugas sobre las cajas de envases de Tehuacán, a las que no les pasaba nada aunque fueran mil, pero yo era el niño, de modo que:

—Se acabó el veinte, a la camioneta, ya viste Olas Altas, ahora a tu casa a dormir.

—¿Y el Campo Siete? —le pregunté al subir.

De nuevo la carcajada, ya no tan lacerante como la primera, pero igual de incómoda.

—Ya te dije, te llevaré a su debido tiempo, ahora te dejo con tu madre, se te acabó el veinte.

A la hora de la cena, nadie en casa me hizo caso de las maravillas que contaba de Olas Altas. Era el rancherito que había descubierto el sitio más maravilloso del mundo, que ellos conocían sin darle su verdadero valor. Para hacerme el interesante cambié el tema por la Cueva del Diablo. Tampoco hubo gran reacción. Ni modo de interesarlos con el Campo Siete, ni lo conocía. Mi papá me llevaría a su debido tiempo.

Al día siguiente, después de una noche de debate entre tener pesadillas con la Cueva del Diablo, mantener mi interés en conocer el Campo Siete y las olas enormes de las Olas Altas, le pedí a mi hermano Alfredo me llevara al mismo sitio de la noche anterior. Al hotel Belmar.

Las olas a esa hora no eran altas, como la noche anterior, pero la luminosidad del día hacía al sitio más bello. No sé qué música le pondría a la contemplación que me poseyó, pero sí me agradaría recordar al Neruda de Il Postino definiendo lo que es metáfora:

—“El mar y cuanto mar. Se sale de sí mismo a cada instante, dice que sí, dice que no, dice que no y después que no, en azul, en espuma, en galope, dice que no y después que no, no puede estarse quieto. Me llamo mar, repite, pegando en una piedra sin lograr convencerla. Ahora, con siete lenguas verdes de siete tigres verdes, de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la besa, la humedece, y se golpea el pecho repitiendo su nombre”.

El siempre mar. El de Olas Altas. Esa gran lágrima azul de la que hablaba González Martínez.

A mi hermano tampoco le dio por llevarme al segundo sitio de mi interés. No se rió, pero se desconcertó bastante cuando le dije que quería ir al Campo Siete. Le tuve que repetir el sitio tres veces. Le confesé quiénes me lo habían recomendado, pero ni así.

Tenía cuatro emocionados años. Un trajecito que me encantaba, blanco con un trenecito en el pecho. Nunca me iban a llevar al Campo Siete, pero sí al cautivador paseo Olas Altas, el sitio del que habrán de surgir, por obra y gracia de ese mar que repite en la piedra, sin lograr convencerla, varios ejércitos de Pepitos Franco, según sentencia el vaticinio. (José Luis Franco)

Textos publicados el 12 de abril de 2020 en la edición 898 del semanario Ríodoce.

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