“Fue un juicio injusto… Estados Unidos no es mejor que cualquier otro país corrupto a los cuales ustedes no respetan”, dijo el capo sinaloense al recibir la sentencia en Nueva York. Luego fue llevado a Colorado, a una cárcel de máxima seguridad
El acento sinaloense de Joaquín Guzmán Loera inundó la sala 8D. “Le voy a agradecer, señor juez, que me permita dar unas palabras por favor”. Su voz se oía quebrada, tal vez por cansancio o nerviosismo. Tal vez por las pausas necesarias para permitir tiempo a la traducción simultánea. Eran pasadas las 10:00 de la mañana del 17 de julio y el esperado día de su sentencia había llegado.
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La fila para entrar a la corte federal de Nueva York inició la noche anterior. Más de 12 horas antes de la audiencia, los reporteros ya estaban afuera del juzgado en Brooklyn formados para asegurar un lugar al interior de la sala.
El juez Brian M. Cogan dictó una sentencia que no era ningún misterio ni sorpresa: cadena perpetua. El primero de los 10 delitos por los que se encontró culpable al Chapo conllevaba esa pena automáticamente.
Tal vez el capo hablaría y era la última vez que el mundo lo iba a ver antes de ser enviado al Centro Penitenciario y Administrativo de Máxima Seguridad de Florence en Colorado, la ADX o Supermax, un lugar conocido como el “Alcatraz de las Rocallosas”. Por eso, y movidos por la anticipación de escuchar a Guzmán Loera, los reporteros acamparon en la banqueta.
Esa misma noche, unos kilómetros al norte en la misma ciudad, la DEA estaba llevando a cabo una incautación de droga ilegal. A las 20:40 horas, aproximadamente, detuvieron en el Bronx un Toyota Corolla negro. En el piso del asiento del copiloto había una bolsa con 70 mil paquetes individuales de polvo blanco. Las autoridades arrestaron a tres hombres.
Mientras en Brooklyn, la noche trascendió entre bromas, siestas en las piedras de la banqueta y rondas por café en los changarros que abrían 24 horas. Amaneció en Nueva York y, con el 17 de julio, llegó la audiencia de la sentencia.
Inició sin contratiempos. Los mismos alguaciles federales que supervisaron los tres meses de juicio, se encargaron de la seguridad de la sala. El escuadrón antibombas recorrió los pasillos con sus perros olisqueando cada recoveco.
A la sala 8D, Guzmán Loera entró con el cabello ligeramente más largo, un poco despeinado, vistiendo un traje gris, camisa rosa y corbata morada. Para la sorpresa de todos, ese día llevaba algo que no usó durante los tres meses de juicio: su característico bigote, ahora más cano.
Habló primero su abogado Jeffrey Lichtman, quien hizo hincapié no en la pena que enfrentaba su cliente sino en el proceso judicial en su contra. “Teníamos la mejor intención de demostrar que el sistema de justicia estadounidense es excepcional”, dijo el abogado, “pero logramos justo lo contrario”.
Después de que un miembro del jurado hablara con Vice News en febrero, y confesara que habían desobedecido las reglas del juez al consultar medios de comunicación, los abogados de Guzmán Loera pidieron que se repitiera el juicio. El 3 de julio, el juez negó la petición. Antes de regresar a su asiento, Lichtman añadió: “La historia tratará este veredicto con escepticismo”.
Cuando el juez le preguntó al Chapo si quería decir algo, Guzmán Loera empezó a hablar: “Le voy a agradecer, señor juez…” inició desde su silla en la mesa de la defensa pausando para que el intérprete a su lado tradujera el mensaje que leía de una hoja de papel. Después de agradecer a su esposa, a sus hijas, al resto de su familia, abogados y guardias de la prisión, se quejó de las condiciones de su encarcelamiento.
“Como usted sabe, señor juez, mis condiciones de confinamiento los últimos 30 meses han sido tortura. He sido obligado a beber agua no sanitaria. El aire que respiro llega por un ducto que saca aire seco. Me lastima la garganta. Para poder dormir tengo que tapar mis oídos con papel higiénico, ya que el aire que llega por el ducto hace mucho ruido y eso me ha afectado”. Desde su lugar en la fila de la defensa, Emma Coronel Aispuro, que vestía una blusa blanca de manga larga con chaleco negro y lucía un nuevo tinte deslavado rubio, escuchaba atenta.
Quienes pensaban que el Chapo iba a hablar sobre su historia, sobre los crímenes por los cuales lo condenaron, o sobre la complicidad del gobierno mexicano, erraron. “Con todo respeto, ha sido una tortura. Es lo más inhumano que he pasado en mi vida. Ha sido una falta de respeto a mi dignidad humana”, dijo concentrándose en su encarcelamiento.
Su último mensaje al mundo fue un comunicado político sobre un sistema del que se consideró víctima. Dijo que cuando lo extraditaron, pensó que en Estados Unidos habría justicia ciega y “su fama” no sería un factor en su contra. Pero el resultado no le satisfizo. “Mi caso quedó manchado y si usted me negó un juicio justo a mí, en donde todo el mundo estaba viendo y la prensa estuvo presente juzgando las acciones de todos”, dijo directamente al juez Cogan, “entonces deja claro que Estados Unidos no es mejor que cualquier otro país corrupto a los cuales ustedes no respetan”, añadió.
Al terminar su discurso, el juez dio la palabra a la fiscal Gina Parlovecchio: “el acusado no ha mostrado un ápice de arrepentimiento. Habla de la falta de responsabilidad por la dignidad humana. Él no la tuvo con las víctimas de sus conspiraciones para cometer asesinato, ni con las personas que envenenó”. A lo largo del juicio en su contra, se presentó evidencia de que el Chapo conspiró para asesinar a más de 10 personas y traficó más de 130 mil kilogramos de cocaína y heroína.
“Por su avaricia e inexcusable uso de violencia y corrupción”, la fiscal pidió la condena de cadena perpetua más 30 años, para proteger al público de quien describió como uno de los peores criminales que ha visto esa jurisdicción.
Antes de que el juez dictara la sentencia, se abrió una puerta de madera junto al juez. Entró una mujer con un vestido y saco negros y una coleta de caballo que le colgaba lacia hasta la cintura. El Chapo volteaba a ver a su esposa, rodeada de su amiga rubia Cherish Dawn y de los dos abogados de oficio que empezaron a representar a Guzmán Loera cuando fue extraditado en 2017.
La mujer comenzó a hablar. En sus propias palabras, estaba ahí para “ser la voz de muchas más víctimas de esta guerra que no lograron llegar hasta acá porque su vida fue cegada”. Era Andrea Vélez Fernández, una colombiana que trabajó como secretaria de Alexander Hildebrando Cifuentes Villa, miembro de una familia de narcos colombianos que colaboraban de cerca con el Cártel de Sinaloa. Al igual que Christian Rodríguez, quien le instaló los sistemas de encriptación al narco, Vélez Fernández había sido informante para el FBI de 2012 a 2014. Y su testimonio sirvió para recalcar el discurso de la fiscalía.
“Yo estimaba profundamente al señor Guzmán. […] Lo llegué a ver como una persona con amabilidad y carisma”, narró Vélez Fernández describiendo al Chapo que saludaba todos los días con un apretón de mano a sus abogados; al que negociaba jovial en las llamadas telefónicas con sus socios sudamericanos; al que le decía al Cholo Iván que no se ensañara con los policías capturados. Pero tiempo después, dijo la mujer encarando al acusado, el Chapo mandó un escuadrón de sicarios para asesinarla.
Un llanto breve interrumpió el discurso y finalmente Vélez Fernández añadió una especie de moraleja: “Tuve todo y lo perdí todo… Hasta mi identidad. Hoy solo queda contarle al mundo en primera persona mi experiencia para que tantos jóvenes como yo, que se envuelven en el mundo del narcotráfico de aparente glamour, repiensen lo que hay detrás”. Explicó que para alejarse del cártel le habían dado una sola opción: salir en una bolsa de plástico con los pies por delante.
Un testimonio que pudo haber dado voz a la violencia que viven miles de personas en México resultó extraño; parecía forzado. No tuvo la contundencia que podría haber llevado. Era poco lo que separaba la historia de Vélez Fernández de aquella de los testigos criminales que hablaron durante el juicio.
El juez Cogan le prestó más atención y procedió a dictar sentencia. No dudó.Después de todo, explicó, por ley debía imponer la cadena perpetua. Añadió que, a partir de la montaña de evidencia de la fiscalía, Guzmán Loera deberá purgar cadena perpetua más 30 años y se le incautará la cantidad de 12 mil 666 millones 19 mil 704 de dólares.
Antes de salir por siempre de la sala donde se narraron tres décadas de su vida, el Chapo volteó a ver a su esposa, y de pie le mandó dos besos con la mano.
Horas más tarde, las bolsas de polvo blanco incautadas en el Bronx la noche anterior, fueron enviadas a un laboratorio para análisis. Todo parecía indicar que era heroína, con un precio en el mercado negro estimado en 5 millones de dólares.
Había un dato más en la incautación de droga de Nueva York de ese día: los paquetes de heroína tenían marcas para identificarlas. Mientras la prensa se formaba afuera de la corte en Brooklyn para la sentencia de Guzmán Loera, en el Bronx circulaba la heroína con sellos de una marca donde se veía un hombre con bigote y cachucha con una leyenda que leía “El Chapo”. Lucía justo como la imagen del acusado que horas después estaría recibiendo una sentencia de cadena perpetua y a quien, la noche siguiente, enviarían a una celda en medio de las montañas del centro de los Estados Unidos para pasar el resto de su vida en aislamiento total.
Artículo publicado el 21 de julio de 2019 en la edición 860 del semanario Ríodoce.