Javier y Casimira, amistad que trascendió el bullicio de El Guayabo

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Angélica apenas sonríe cuando recuerda. Señala hacia la barra de la cantina. “Allá quedó una botella de güisqui que trajo la última vez que vino”. Ella trabaja como mesera en el Mesón y solía servirle los tragos a Javier.

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Hace un esfuerzo por no llorar, respira hondo. Angélica explica que siempre supo a quién le servía los güisquis en el Guayabo, el bar al que Javier acudía por las tardes luego de la jornada de trabajo, y reitera que precisamente su humildad fue su mayor virtud.

“Lo que a él lo hizo grande fue que nunca perdió la humildad”, dice. La humildad a la que Angélica se refiere tiene que ver con la cercanía que Javier siempre tuvo con la gente en general. El Cholo, quien siempre le boleaba sus botas; o el Zurdo, siempre vestido de blanco en el bar y quien ahora convalece de una enfermedad.

“Nunca perdió la humildad y eso es lo que lo hace grande, nunca perdió el piso, nunca hacerse creído y siempre ayudaba a la gente en todo lo que él podía porque no había favor en que él, de una forma u otra, te ayudaba”, añade.

Pero recordar los días del Guayabo es remitirse a Casimira. Una mujer mayor de extracción humilde que vendía cacahuates en las cantinas de Culiacán. A veces por el Periodista, otras por el Siete Mares, otras en el Río Bravo y siempre en el Guayabo vacilando con Javier.

Con unos shorts, camiseta y sandalias, Casimira recorría las cantinas con una bolsa de lona cargada de cacahuates. En diciembre pasado vio pasar sus últimos días internada en un hospital.

Angélica lo recuerda: “Fue el puro Año Nuevo. Yo sabía que ya estaba en las últimas la Casimira, y deja de todo las emociones del Año Nuevo, yo acababa de llegar a mi casa del hospital cuando me dijeron que se había muerto y me puse llore y llore… dentro de mí me quedaba un rayito de luz para que se aliviara, pero no”.

Casimira murió de tres infartos al corazón. Fue durante la noche del 31 de diciembre de 2017 en que murió internada en el hospital, en plena víspera del Año Nuevo. No alcanzó a ver el 2018 y mucho menos la justicia para su amigo Javier Valdez Cárdenas.

Pero ese no fue el primer golpe a su corazón. En noviembre de 2011, días antes de que Javier acudiera a Nueva York a la entrega de un premio, Casimira perdió a una de sus hijas. En un cerro de la colonia Buenos Aires velaban a la mujer y Javier acudió al velorio.

“La relación que ella tuvo con Javier fue muy bonita en todos los sentidos, pero Javier siempre se enojó conmigo. Cuando se murió su hija ya estaba el Javier ahí, ‘qué bueno que llegaste, morra’, me dijo, ‘porque  yo ahorita me voy a nueva York’ y ahí me quedé yo con ella”.

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Se trataba del Premio Internacional a la Libertad de Prensa, otorgado por el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés) que ese noviembre condecorara a Javier por su cobertura periodística en zonas de riesgos. Pero aun en vísperas de ese momento, Javier se dio el tiempo para atender a su amiga.

“Ahí fue la primera vez que se enfermó ella, se enfermó pero se levantó otra vez la pobre vieja, se levantó y ahí anduvo, pero si tú hubieras mirado cómo la llevaban los nietos, te hubieras muerto de coraje”, añade Angélica.

Casimira era el soporte de una familia, era la proveedora. Vendía cacahuates y a veces camarones secos, entre otras cosas.

“Cada que iba a Escuinapa me llegaba con bolsas de camarón y yo le decía ‘Casimira no me traigas’ pero mi mamá me decía ‘déjala que te traiga’. Una vez que me operaron del apéndice me dejó 200 pesos. Yo andaba al Seguro y cuando llegué me dijeron y no, yo estoy pa’darle no pa’que me den y fui a regresárselos”.

Casimira tenía la habilidad de ubicar los rostros. En más de una ocasión sorprendía a amistades y conocidos de Javier que acudían también al Guayabo. Llegaba como por asalto y de golpe sobre la mesa el puño de cacahuates.

Metía la mano a hurtadillas a una bolsa de ixtle para llenar una lata vacía y vaciarla sin previo aviso. “Ahí te manda el gordo”, y hacía una seña hacia donde se sentaba Javier, y él, muchas veces sin saber, solamente saludaba. Así vendía un poco más de cacahuates Casimira.

“Pero te digo, a ella le dolió muchísimo en todos los aspectos. Le dolió mucho por el vínculo que tenía con él en todos los aspectos, o sea, de todas las personas que convivían con la Casimira, que la querían mucho y que eran muchos, el Julio Ibarra, el Rubén Meraz, el Pérez Núñez, el doctor Peral, mucha gente que la conocía de añales pero el más que la conocía era el Javier”, dice Angélica.

En sus últimos días Casimira cambió drásticamente su rutina. Caminaba por la calle Vicente Riva Palacio en la colonia Almada. Y casi llegando a la esquina de Ramón F. Iturbe se detenía.

“Ella lo quería mucho al Javier y se le hacía una cosa muy imposible la pérdida de él y la forma en que pasó todo, y ella sentía que un poquito de recordarlo era cuando pasaba por esa calle donde lo asesinaron, empezó a hacer su ruta por ahí a la hora en que iba a vender sus cacahuates, igual me decía que pasaba por ahí por lo de Javier”.

Casi a diario, encorvada y cabizbaja, miraba fijamente el cenotafio erigido en honor a su viejo amigo. Al menos así fue durante seis meses hasta poco antes de su muerte. Ahí, con su gesto adusto, sin pronunciar palabras, contemplaba el sitio donde apagaron la luz de su amigo.

Artículo publicado el 12 de mayo de 2019 en la edición 850 del semanario Ríodoce.

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