Minuta de un encuentro sobre ruedas

bici 4

Ingrid Citlali

Aurora abría sus brazos al sol mientras rodaba y se echaba a andar con sus manos libres del manubrio. Jugueteaba a volar en el asfalto, sintiendo el breve goce de cada trayecto.

Brevedad de partir y hacerse diván destellante entre el flujo diario y monótono del día a día. Aurora pasaba distraída, balanceando su cordura, pero reflejaba demencia en su forma.

Aquella tarde, cotidiana y simple. A las faldas de los rayos solares, que bravos levantaban un humor del suelo, como brasa volcánica tragando los ánimos de los transeúntes. A la intemperie de la incertidumbre de mediodía, de la soledad y la tristeza posada en un café peculiar.

Ahí llegaba a estacionar su bicicleta como cotidianamente hacía, Severo. Severo solía llegar con sus amigos o solo, como animales nocturnos que esperan la huida del sol para llevar sus penas a pasear, mientras sus rayos empezaban a apagar sus destellos con la puesta del sol.

Aurora arrastraba los neumáticos de su bicicleta tal como el sol arrastra consigo la tarde, sin darse cuenta de la transición. Decidida estaba a partir, montar nuevamente aquella máquina destartalada y salir, cuando Severo apareció sin que ella se percatara. Montó y la echó a andar al ritmo del uno dos, mientras sus piernas subían y bajaban al ritmo que sus caderas bailaban arriba del asiento. Con la mirada fija al horizonte y a la nada, volteaba con precaución, pero algo aún le distraía, sin siquiera saberlo. Aquellos movimientos sugerentes eran invisibles para ella, para todos, excepto para él. Que no pudo evitar observar y atraerla con esa mirada fija de lobo que él sabía hacer.

Aurora volteó con un poco de culpa por su café no terminado, para no sin antes encontrar en su recorrido visual aquellos ojos que acompañaban ahora a su vaso. Una sonrisa le despertó de su ensimismamiento, y como una presa seducida recogió sus mejillas en dirección a sus orejas. En la inercia del momento, los pedales le regresaron para acarrear un gesto amable y alegre, producto de la conexión que acababa de crearse. Aquellos ojos de lobo le miraban sin temor pero con mesura. Aurora poco reparaba la dimensión de lo que estaba a punto de ocurrir, estaba aún drogada de la tarde.

Unas cuantas palabras cruzadas, una pequeña cortesía que se ha vuelto tan carente y valiosa. Más aun cuando nacen tan naturalmente. Aurora partió con el ritmo de las campanadas y Severo prometió que la buscaría hasta volverla a encontrar, cruzarla, conversar con ella y aprovechar para observar detenidamente su parpadear y el circular movimiento de sus labios.

Ese momento filtrarían al aire esa sensación ya conocida. Desde ese desplante que resbaló desde la boca de Aurora hasta su mejilla, Severo supo que debía conocerla, que debía conquistarla, que algún día tendría que encontrarla como ese día, montada en su bicicleta, y que ese día rodaría detrás de ella hasta alcanzarla. La pensaría todo el día, soñaría con ella, le acompañaría en sus trayectos.

Y la alcanzó. Y conversaron. Y se besaron con palabras. Ella era tan joven, tan dulce y tan jugosa. Él se sentía como la noche, rebasado por su luz, pero ella en su júbilo e inocencia veía en él tanto misterio, y a la vez un poco de zozobra disfrazada de serenidad, que le intrigaba. Y el sol cayó una y otra vez, y en su ausencia dos luces traseras se contonean por la ciudad. Parpadeando hasta encontrarse nuevamente. Quizás se seguirán encontrando para avanzar a otro día, a otro lugar. A un hogar.

 

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