Juan Pablo Proal/ Proceso
No es fantasioso anticipar que en poco tiempo los adolescentes portarán con orgullo una camiseta con el rostro del capo Joaquín el Chapo Guzmán, líder del cártel de Sinaloa. Será el nuevo ejemplo a seguir.
Ocurrió con el colombiano Pablo Escobar, líder y fundador del cártel de Medellín, vinculado por las autoridades de ése país a por lo menos diez mil homicidios. La serie “El Patrón del Mal”, transmitida por la cadena Telemundo, popularizó el personaje a tal grado que el hijo del capo, Sebastián Marroquín, aprovechó la inercia para producir camisetas con la figura de su padre. En barrios pobres de Medellín los niños comenzaron a coleccionar estampas de un álbum temático sobre el sicario.
La cadena Univisión, en algún tiempo socia de Televisa y actualmente con licencia para transmitir las telenovelas del “Canal de las Estrellas”, anunció esta semana que reproducirá una serie inspirada en la vida de Joaquín el Chapo Guzmán. Alberto Ciruana, presidente de Programación y Contenido de dicha cadena, explicó a Associated Press los motivos de la empresa:
“Univisión tiene novelas tradicionales producidas por Televisa que son muy exitosas y que nos hacen ser sumamente competitivos en Estados Unidos. En el caso de UniMás, queremos que sea totalmente lo contrario, un canal alternativo en el que puedan encontrar historias como ésta”.
En síntesis, su intención es estrictamente mercantil, liderar en la competencia del rating. No se trata de una serie que pretenda sensibilizar al espectador en torno al infierno originado por los cárteles de la droga, ni de un proyecto cultural orientado a comprender la historia reciente del país. Mucho menos un programa de denuncia o investigación periodística. Una telenovela más. Entretenimiento chatarra, fiel al estilo prevaleciente de los contenidos de Univisión.
Una nota del periódico hondureño La Prensa daba cuenta del pensamiento de algunos aficionados a la serie “El Patrón del Mal”, tal vez la más popular de su estilo. “Pablo Escobar fue un duro”, “Ese tipo sí tenía huevos para enfrentar a un gobierno débil y corrupto”, “El negocio de la mafia no es tan malo”, eran algunas de las expresiones. La serie estadunidense Breaking Bad, cuyo personaje principal es Walter White, un profesor que muta a productor de mefanfetaminas, tampoco fue concebida como simple ficción por algunos espectadores.
En la región de Four Corners, Nuevo México, a principios de este año se descubrió que los narcotraficantes vendían metanfetaminas teñidas de azul, inspirándose en la serie. La ciudad de Alburquerque, donde fue filmada esa misma ficción, ha registrado un boom de turistas que se entusiasman por retratarse y visitar los escenarios del programa. La calidad de Breaking Bad y el contexto de Estados Unidos son diferentes a los de Latinoamérica y sus telenovelas sobre narcos, pero en ambos casos ofrecen un acercamiento a cómo la televisión modifica los criterios de las masas.
El filósofo liberal Karl Popper advertía en su ensayo “La televisión es mala maestra” que: “Existe ya cierto número de casos que responsables de hechos criminales han reconocido haberse inspirado en la televisión para cometer sus crímenes”. El austriaco se preguntaba entonces si la censura era la respuesta a la apología del crimen reproducida por la televisión comercial: “(…) La censura no compagina con la democracia (…) la censura no sería eficaz con la televisión porque llegaría siempre tarde y sería prácticamente imposible organizar el trabajo de un censor preventivo”.
Como solución, Popper planteaba que así como los médicos obtienen su licencia por medios de estricto control, el Estado debería hacer lo propio con los productores de contenidos de televisión. Y añadía: “Se deberá enseñar los mecanismos mentales a través de los cuales tanto niños como los adultos no siempre son capaces de distinguir lo que es ficción de lo que es realidad”.
En la tesis principal de su obra Homo videns, el investigador florentino Giovanni Sartori sostiene que el fulgor catódico de la televisión nubla el proceso del pensamiento y de reflexión, detonando una sociedad acrítica y pasiva: “La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”.
En un sentido similar a los dos autores mencionados, el sociólogo francés Pierre Bourdieu concluye en su ensayo “Sobre la televisión”, que este medio de comunicación “no resulta muy favorable para la expresión del pensamiento. Establece un vínculo, negativo, entre la urgencia y el pensamiento”.
Lejos de que las series sobre narcotraficantes contribuyan a detener la violencia que sufren los países latinoamericanos, son observadas por el telespectador desde acríticas miradas sedentarias. No podemos esperar que la telenovela sobre el Chapo haga consciente al público del daño provocado por los cárteles de la droga; por el contrario, el antihéroe sembrará empatía entre el auditorio, inevitable admiración.
“Era malo, pero el menos malo de todos”, el Chapo ayudaba a mucha gente”, “Era muy humano”… No será extraño que comencemos a escuchar estos argumentos para defender al capo, quien, por cierto, permanece activo y visible ante la cómplice mirada de las autoridades de los tres niveles de gobierno.
Las series sobre los grandes capos de la droga llegan, además, a un público ajeno a la reflexión y con pobrísimos niveles de educación. México ocupa el lugar 107 de 108 países estudiados por la Unesco en índice de lectura. En un estudio reciente, la agencia IBOPE concluyó que el promedio diario de un mexicano frente al televisor es de cuatro horas con 45 minutos. Y los jóvenes destinan 15 horas semanales a sentarse frente al aparato, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía e Historia en su Encuesta Nacional sobre el Uso del Tiempo de 2009.
Las cadenas comerciales de televisión operan bajo los criterios del libre mercado. El rating es su único credo. Univisión, Telemundo, Televisión Azteca, Televisa y las principales empresas de contenidos de los países latinoamericanos infestan su programación de los clichés más misóginos, insulsos y homófobos que la imaginación pueda concebir. Son ellos mismos los que lucran con las historias de los capos.
Su poder, que rebasó al del Estado, no conoce de restricciones. Imponen presidentes, aniquilan a los adversarios y pulverizan el costoso sistema democrático. Tienen la absoluta libertad para producir y difundir los contenidos que deseen, siempre inspirados en la lógica del rating y contaminando a una sociedad endeble en su proceso de formación intelectual.
Pronto posters del Chapo, la Tuta, el Chayo y demás fauna criminal adornarán las recámaras de los jóvenes, en competencia con Maradonas, Chés Guevaras y Lennons. Los nuevos ídolos fabricados por la televisión de habla hispana, la misma que dio vida a los Menudos, las Lauras Bozzos y las Academias.
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