Malayerba Ilustrada: Soy narca

 

 

La empezó a tratar por esa sonrisa tierna. Su mirada apacible. El pelo güero y lacio que le caía al hombro. Esa manera directa de hablar con la mirada y con los ojos simultáneamente. Esa forma de sostenerlo todo de frente al tratar con las personas.

Pero era un ángel de alas negras. Una sombra siniestra se dibujaba detrás de esa sonrisa tierna… y diabólica.

Llegó incluso a escoger la mesa. Ahí donde se sentaban ellas él quería atender: buenas noches, ¿qué le sirvo?, sí, enseguida, a sus órdenes señorita.

Ellas en bola. Él siempre la veía a ella.

Primero las bebidas. Empezaban con las tecates rojas. Parguitos sudorosos pero de escarcha, decían ellas. Luego la botana: carnes frías, callos y camarones para “picar”, tostadas de ceviche de camarón. Luego el tequila para el desempance. Era una orgía gastronómica en cada visita al restaurante.

Él intentó acercarse. Los atendió y esperó órdenes como un perro guardián que se acomoda junto al amo. Se movía hacia ellas ante cualquier seña, ademán o guiño. Luego aprovechó para platicar. La admiró de cerca. La besó con la mirada y tocó sus mejillas con esas yemas morenas y maltratadas. Se imaginó enredado a sus caderas. Nada más.

Luego el trato pasó a más. Y se sembró la confianza. Y hubo cercanía y complicidades. Fue así que se enteró de que era distribuidora de droga. Que se entendía para ello con otros meseros, cantineros y capitanes de restaurantes de la ciudad.

Soy narca. Le dijo sin recato. Lo condujo hasta el estacionamiento y le abrió la puerta de la cajuela: bolsas de polvo blanco, ordenadas de un lado y de otro, por kilo, medio kilo, bolsas más grandes y de dosis pequeñas para consumo individual.

Así que se puso a vender. Otros meseros fueron sus primeros clientes. Luego iban a fiestas después de concluido el turno y ahí también distribuía. Con los conocidos fiaba. Con el resto el pago era inmediato y sin regateos.

Pero empezó a buscar el fondo de las botellas y a limpiar con su nariz las rayas y las bolsitas de plástico. Lo que ganaba se lo echaba por las fosas nasales. Lo fiado no lo recuperaba. La deuda creció.

Y empezaron los cobros. Primero bastaron los luego te pago. Pero pronto no fueron suficientes. Llegaron las amenazas: ella con esa mirada angelical y perversa, que le sostenía de frente la vista y también la .380 colt, y dos guaruras a los lados. Los dientes le crecieron. La boca se le hizo grande cuando le repitió, con escupitajos entre los dientes, que lo iba a matar.

Lo último fue aquella correteada. Lo esperaron afuera del restaurante y él no los vio, a pesar de la paranoia. Lo siguieron despacio por la Paliza. Luego la Escobedo hacia la Serdán. Te vas a morir hijo de la chingada. Ella del lado del copiloto. Un cañón de escuadra se asomó por la ventana del conductor. Corrió y oyó detonaciones. Le pareció ver tras de sí, en plena huida, las balas sosteniéndole la mirada.

Le contó a su papá y a su hermana. Un amigo puso cinco mil. Cooperaron como si se tratara de esos medicamentos caros para un enfermo grave. Esos días no trabajó. Con ojeras como si fuera lodo seco pegado a la piel buscó a la tipa. La encontró en su casa. Como si nada recibió el dinero. Lo invitó a pasar y le ofreció la ternura aquella, cual envoltura de regalo maligno. Le dijo que siguiera. Él desistió. Tembló cuando la vio de nuevo. Se encandiló con el trato amable de ese ángel verdugo.

Salió de ahí sin creérsela. Dos cuadras adelante lo alcanzó el mismo carro del tiroteo. Lo subieron a la fuerza. Estaba en la misma cajuela en la que iba la coca cuando ella se le presentó. Soy narca, soy narca. Era el eco en la cajuela. Era otro encajuelado.

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