Malayerba: ¿Dónde estoy?

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Ya sabemos quién eres, le dijo el hombre. ¿Quién soy?, se contestó ella, atolondrada mentalmente. El sujeto le mostró una pistola bajo un chaleco de mezclilla, No grites ni hagas escándalo, tenemos la cuadra rodeada, venimos por ti, vamos a levantarte.

Se sintió pequeña y extinta. Se vio muerta en algún basurero, en un solar baldío, ensangrentada. Estaba en la cochera de la casa, con las llaves del automóvil en la mano y la puerta de la sala entreabierta. El desconocido le preguntó, Cuánto traes en el bolso. Cincuenta dólares. Y se encabronó. Y adentro, en tu casa, cuánto tienes. Nada, nada. Algo de comida y una grabadora, pero nada de dinero.

Chingada madre. Dámelo. Ella le pidió que no le quitara los papeles, que los necesitaba. Él ni la miró. Las piernas se le hicieron de humo y vio la película de su existencia en tiempo pasado y le dieron ganas de ir al baño.

Aquel tomó la billetera y sacó los cincuenta dólares. Dame el celular también. Y ella se lo dio sin chistar. Retiró rápido la mano para que él no la sujetara. Pasó por su cabeza aquella mujer que fue secuestrada por un comando, el hombre que encontraron muerto a balazos en la calle de atrás, las balaceras y las sirenas de las patrullas.

Nublaron su vista las muchachas violadas, los niños y jóvenes haciendo ronda para avisar a los capos de algún operativo o del ingreso a la zona de comandos de cárteles enemigos.

Nadie en la calle. Ni carros ni casas habitadas. Un desierto se había instalado en las aceras, llevado hasta ahí por tanta guadaña laborando horas extras y tantos hocicos oscuros escupiendo fuego y piezas de plomo. Lo vio todo en esos segundos. Y ella tirada, inerte, con la mirada dormida.

Pobre de ti si me denuncias a la Policía. Te tenemos rodeada y vamos a regresar si les avisas. Ya te dije, sabemos quién eres. Quién soy, dónde estoy, volvió a preguntarse ella, en silencio. Estaba tan atarantada que no se dio cuenta que el hombre aquel ya se había ido.

La casa quedó abierta y el motor de su automóvil encendido. Las llaves en su mano, junto con el bolso y los documentos. Y ella entera. Náuseas, histeria, desespero, llanto y ganas de unos gritos que nunca logró parir. Tomó el teléfono de la sala y le avisó a su hermano. Este celebró que no le hicieran nada: hay que agradecerles, mana.

Al otro día se estaba riendo de lo que le había pasado. Se lo contó al vecino, quien había visto todo —luego se enteraría—, pero había decidido no intervenir. Y también a los compañeros del trabajo, a la amiga y al resto de los integrantes de su familia. Estaba a salvo, viva, y casi hacía un brindis para ratificarlo.

Una semana después fueron a una ciudad cercana. Viajaron menos de cien kilómetros para asistir a una fiesta infantil. Globos de muchos colores habían sido colgados y pegados de las paredes. También en los centros de mesa, junto a dibujos de personajes de películas para niños.

Pum pum. Tronó uno y luego otro. Ella no lo pensó: se tiró al suelo, bajo una de las mesas y se mantuvo a gatas. Pendeja, le dijo su amiga. No estamos en Culiacán.

Artículo publicado el 21 de mayo de 2023 en la edición 1060 del semanario Ríodoce.

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