Javier Valdez, un hombre de letras y melodías

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“Yo quiero tener un millón de amigos, y así más fuerte poder cantar”, se escuchaba a Pedro Álvarez en la cantina El Mesón. Javier Valdez con una playera roja con la leyenda “La vida empieza a los 50”, tocaba la batería. Era el 14 de abril de 2017. Javier celebraba su cumpleaños número 50 y un video guardó el recuerdo. Un mes después lo asesinaron a unas calles de Ríodoce.

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Una foto tomada 30 años antes por el fotógrafo Roberto Bernal, muestra a Javier tocando los tambores. Luce delgado, cabello largo y rubio. Viste una camisa bordada blanca, pantalón de mezclilla y sandalias. En ese momento era la década de los 80 y él era integrante del grupo Culpegualt, que tocaba música latinoamericana.

“Javier Valdez Cárdenas fue periodista, cronista, escritor, lector, pero también baterista. Tenía el beat natural de todo bataquero. Cuando conducía, solía golpear el volante como si fueran tarola y tambores siguiendo la música que surgía del equipo de sonido”, escribe el periodista Francisco Cuamea en el libro Javier Valdez, el Bato, la edición conmemorativa de Ríodoce por el quinto aniversario de la muerte de Javier.

Y es que Javier fue un hombre de letras, pero también de melodías, señala Griselda Triana, su esposa. La música para él fue parte de su vida. En la década de los 80 tocaba el bombón leguero, —un instrumento de percusión—, en el grupo Culpegualt.

“Todas se las machacaba solo con el bombo, se agarraba solo cantando, se salía un poquito de lo que nosotros tocábamos”, contó Mariano Martínez, ex integrante de Culpegualt en una entrevista con Noroeste.

El gusto musical de Javier fue diverso, se integraba de bandas como Riders in The Sky, Elmer Bernstein, Santana, Real del Catorce y en los últimos años de su vida se sumó la trova, principalmente temas de Joaquín Sabina.

“Y es que lo suyo era el blues, el jazz, el rock, sobre todo, instrumental”, añade Gris.

En la década de los 90, Javier comenzó a trabajar como reportero en el Canal 3, y al mismo tiempo estudiaba batería en la Escuela de Música de la UAS.

Cuamea lo recuerda en esa época como el reportero “grande y choncho” que salí en las noticias y practicaba la batería en uno de los simuladores de instrumentos que en ese entonces la escuela tenía a disposición de los estudiantes.

Al poco tiempo Javier compró una batería y la llevó a su casa que ya compartía con su esposa Griselda en el fraccionamiento Lomas del Sol.

“Javier no era una persona normal, era algo raro. En una ocasión me invitó a su casa, en el fraccionamiento Lomas del Sol. Llegamos y al abrir la puerta me doy cuenta que no tenía sala, en lugar de la sala estaba una batería para tocar música. Le dije:—¿Y aquí la haces de Ringo Starr o qué?
—Sí,— me dijo— aquí me desquito, le pego chingadazos a la batería y eso me da tranquilidad”, rememora José Antonio Ríos Rojo, colaborador de Ríodoce en el libro Javier Valdez, el Bato.

Al paso de los años, añade Griselda, “se montó un librero de pared a pared, hasta el techo, con el espacio necesario para su gran colección de música. Aún no tengo idea de la cantidad de discos, mucho menos del dinero invertido en música, otra de sus pasiones, y cuando escribía lo hacía escuchando a sus grupos o cantantes favoritos”.

Otra fotografía de los 80, muestra a Javier entregando volantes. Lleva el mismo look juvenil rebelde. A mediados de esa década, cuando tenía 18 años se convirtió en activista de diversas causas sociales y hasta candidato a diputado por el extinto Partido Revolucionario de los Trabajadores.

JAVIER Y SUS TUMBAS. Aquellos años. Foto: Roberto Bernal.

Óscar loza Ochoa, dirigente de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos en Sinaloa, menciona que en esa etapa Javier hizo campaña en colonias, tocando puerta por puerta en muchos hogares “donde el triste olor de la pobreza es la segunda piel de las paredes del hogar, de los muebles, del perro y de sus humildes habitantes.”

“La juventud reclamaba acción y el activismo fue tu alimento de esos días. Hasta candidato a diputado fuiste y no hubo día ni hora de descanso para ti. Sin recursos y con escasos compañeros para la campaña, recorriste colonias, tocaste a la puerta de muchos hogares”, menciona el defensor de derechos humanos en el mismo libro.

“Pienso que esa campaña marcó el resto de tus días, pues el contacto con los barrios pobres y los fraccionamientos de los hartos de este mundo te mostraron los contrastes de la vida nacional, como escenario de la violencia que es la nota dolorosa y antisocial”.

En esa época, como ocurre actualmente, añade Óscar Loza había desapariciones forzadas… por eso doña Rosario Ibarra salió de su casa, en Monterrey, para tomar la calle, la plaza pública y buscar en cada rincón del país a quienes eran víctimas de ese terrible y nefasto fenómeno”.

“… ¿Escribiste alguna reflexión en aquellas horas aciagas sobre el tema? A lo mejor no, pero como origen es destino, te quedaste con la espinita clavada y tu pluma removerá en el mar de la memoria para retomar el tema en el año 2012 con un libro que lleva el título Levantones”.

Griselda señala que en su etapa de universitario en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UAS, Javier también fue líder estudiantil.

“Hasta el último día, Javier escribió. Cuando no era en su computadora o en su celular, lo hacía en el reverso de los manteles de papel que ponen sobre las mesas de cualquier restaurante, en donde plasmaba poemas”, narra Gris.

Después de que ambos entraron a trabajar como correctores en El Diario de Sinaloa, Javier empezó a escribir la columna “Con sabor a asfalto” y pocos años después la llevó al periódico Noroeste, donde también fue reportero.

“Nunca imaginó que estas breves crónicas sobre la vida urbana de Culiacán, cuyos personajes principales fueron avenidas, ríos, plazuelas, edificios históricos, azoteas y personas en los que pocas veces nos detenemos a observar, para él fueron el inicio de su trayectoria como escritor”.

Con el paso de los años, Javier dejó de un lado su sueño de ser músico, se inclinó más por el periodismo y narró en diarios y en libros las crónicas de la ciudad y las historias de las víctimas de la violencia y de los violentos.

Y cuando a la editora Maritza López le pidieron publicar el libro De azoteas y olvidos, de un periodista de nombre Javier Valdez, le vino a la mente el Güero Loco, “como le decíamos en la prepa Allende cuando era el líder del FEDSA (Frente Estudiantil Doctor Salvador Allende), un movimiento estudiantil enfocado a defenderlos derechos de los estudiantes y denunciar lo que consideraban atropellos o violaciones de los que pudieran ser objeto —ya, entonces, mostraba visos de ese espíritu aguerrido que lo definiría en el futuro—”, menciona.

“Javier, el adolescente de complexión delgada, tez blanca, cabello largo, lacio y rubio y una mirada brillante e inquisitiva, siempre inquieto y con ese humor
que lo caracterizaría y dejaría huella por donde quiera que pasara”.

Después de ese, su primer parto, como él le llamaba al libro, inició su carrera desenfrenada y “se volcó en la escritura para seguir pariendo uno tras otro los libros que produjo durante los siguientes años, hasta llegar a su último aliento”.

Artículo publicado el 15 de mayo de 2022 en la edición 1007 del semanario Ríodoce.

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