De las balas perdidas al coronavirus

atardecer

Nuestras ciudades viven una especie de maldición. Nos ronda la muerte. Algo no hicimos bien. Algo no estamos haciendo bien. Miramos a nuestro derredor como buscando culpables y si alguien nos pone un espejo enfrente le sacamos la vuelta. A veces las respuestas son tan simples que no les damos crédito. Si grupos armados toman la ciudad y nos hincan a todos en medio del terror, no nos preguntamos qué tan culpables somos nosotros mismos de que eso suceda. Nunca decimos nada cuando el vecino dispara al aire porque ya se le subieron los tragos en la amanecida… y hasta lo festejamos también. Chingón.

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Cada ciudad contará su historia. Cuando le temíamos más a una bala perdida, a estar en medio del fuego cruzado sin haberlo buscado, o de que un malandrín de mala muerte decidiera darte un balazo porque no le das las llaves del auto, aparece el coronavirus. De la nada, descubierto en un lugar remoto, en una ciudad que ni hacíamos en el mapa, se ha expandido por el mundo buscando cuerpos donde alimentarse. Y destruir, acabar con la vida. Es un virus ventajoso, rapaz: anida en todos los cuerpos que encuentra a su paso pero destruye a los más débiles, a los ancianos y a los enfermos. Ricos y pobres, eso no importa.

Y a pesar de que ya llegó a nuestras vidas, a los espacios que solemos andar, las calles, las tiendas, los bares, el cine, los cafés, los taxis, los camiones, el banco y sus cajeros, apenas empezamos a aquilatar el gran peligro que se cierne sobre nosotros. Parece una película pero no lo es. Parece una novela de Camus pero no lo es. Aquí no hay ratas muertas en las calles ni te topas con ellas –con el hocico ensangrentado– cuando subes las escaleras de tu casa. Esto es algo peor porque puedes traerlo en las manos sin saberlo. Y tocar a tu hijo, a tu madre, a tu pareja. O simplemente estornudar. Y contagiar.

Y se reproduce con una velocidad que colapsa no solo los sistemas de salud –así está ocurriendo, incluso, en países tan avanzados como Italia, Francia, España, Estados Unidos—sino las economías, las instituciones y la vida cotidiana.

No sé a quién le escuché decir que si el virus fuera fluorescente, las ciudades infectadas se verían verdes. Lástima que no lo es. Tal vez así no hubiéramos dudado de que la amenaza es, desde que se anunció, muy seria.

Pero si la salud de muchos de nosotros está en grave riesgo, la crisis económica que trae aparejada será peor. Ya se empieza a resentir y tal vez le salga adelante al virus y la gente que vive del diario, de su trabajo en una empresa que está cerrando o de su pequeño negocio, se preocupe más por preguntarse qué va a llevar de comer a su casa que por contraer o no el coronavirus. El desempleo, la falta de ingresos, el hambre y la desesperación serán, en unas semanas y meses, la otra gran pandemia que nos abrume y nos arrastre quién sabe a dónde.

Todavía está a prueba el sistema de salud del gobierno mexicano y de los estados. Falta la fase 3, cuando los contagios se anuncien por miles y miles todos los días. Y no es que si va a llegar o no. Es cuestión de tiempo, como ya lo dijo el propio Gobierno. Y aquí el gran problema de países como el nuestro –también se ha dicho—es que medidas como las que tomó China para evitar la propagación del virus, como poner en cuarentena a ciudades 12 veces más grandes que Culiacán, donde nadie podía entrar ni salir, no podrán tomarse en México.

Cómo apoyar a esas miles de familias que estarán más preocupadas por comer que por no enfermarse es, ahora y aquí el gran reto del gobierno mexicano. Y no bastarán los discursos de que los mexicanos somos fuertes y que saldremos adelante. Se requieren programas concretos y medidas radicales. Ya hay voces que le reclaman al presidente haga cambios en su estrategia económica. Proyectos como la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya y el aeropuerto de Santa Lucía, no deberían ser prioritarios en este nuevo contexto. Solo en 2020, estas tres obras se llevarían alrededor de 50 mil millones de pesos que bien podrían ser utilizados para enfrentar las contingencias colaterales de la pandemia, como apoyar a los más necesitados.

Pero la decisión está en el Presidente. En nadie más. Y es aquí donde alguien más que la razón tiene que iluminarlo. Si es creyente, que voltee hacia arriba y busque la señal. Se nos acaba el tiempo.

Bola y cadena
EN CIUDADES COMO LAS NUESTRAS la vida sigue como si nada. Los comandos siguen circulando y de nuevo retando al Gobierno. Una noche uno de ellos se topa con el Ejército en Paredones y al día siguiente matan a un ex candidato a síndico en la misma zona. Y al otro día otro comando entra a Tepuche y asesina al comandante encargado de la plaza. Los levantados no han dejado de registrarse… ni los ejecutados. La vida sigue aquí. No hay descanso para ellos. Y no creo que les preocupe mucho si se agotó o no el gel antibacterial.

Sentido contrario
COMO SE ACERCA SEMANA SANTA y nadie ha dicho esta boca es mía, la gente se sigue preguntando si se ordenará el cierre de playas en todo el estado… o esperarán la orden del gobierno federal.

Humo negro
¿EN SERIO LOS ESTADOS UNIDOS PUEDEN DEMOSTRAR que Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela encabeza un cártel de la droga en su país y es socio de Rafael Caro Quintero? La acusación que enderezó el gobierno gringo contra Maduro me hace recordar el caso de Manuel Antonio Noriega –entonces presidente de Panamá–, acusado de tener nexos con el Cártel de Medellín y tomado preso por los Estados Unidos en 1989, luego de una invasión a su país que costó la vida a miles de panameños. ¿A dónde quiere llegar Donald Trump?

Columna publicada el 29 de marzo de 2020 en la edición 896 del semanario Ríodoce.

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