Malayerba: Balacera

cartón balacera

Un hombre entró al restaurante, en busca de una persona a la que había quedado de ver. Afuera, las mesas que dan a la calle están atiborradas: los cafeceros son una población de todos los días en este lugar: viven momentos propicios para mentarle la madre al gobierno, al ruido, a la ciudad, y levantar el cuello cuando pasan los palpitantes monumentos de la femineidad.

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El ruido es un vaivén. Olas de mar que chocan, estruendosas y luego regresan a perderse en las aguas del Pacífico, silentes y en paz. Y luego otra vez, pelean con las rocas, entre sí, espumosas, ruidosas, escandalosas, enmarañadas. Así va y viene la voz, las voces, los gritos.

Chocan los platos, las tazas reciben el meneo de las cucharas. El café se mueve, en espera. Ellos conversan, se saludan y abrazan. No importa si apenas se vieron ayer y esta mañana. Cumplen con el ritual de festejar la amistad, la conversación, los gritos, las mentadas en las que a veces, no pocas, se convierten en discusiones sobre política, medio ambiente, música, mujeres, violencia y espectáculos.

El hombre que apenas llega conoce a algunos. Saluda con un movimiento de derecha. Son periodistas, creativos del ocio, imaginólogos, ambientalistas, peritos en la falta de horarios, viciosos del café y las galletas, amantes de la conversación y los gritos, jubilados que nunca laboraron y especialistas en pensiones a los cuarenta años. Toda la ciudad, su fauna, los ruidos, la cantina sin alcohol, la vida, ahí, en ese rincón de café.

El hombre da dos pasos luego del zaguán y avanza medio más cuando tras de sí descubre que todos se empujan, agolpan, se tropiezan mutuamente. Balazos, balazos, grita uno. Una ráfaga, dijo otro. Una que estaba más cerca dijo que había oído una metralleta.

Uno de los más viejos ganó la puerta del zaguán a gatas. Dos más venían tras él en la misma posición. En cuclillas, a costa de atropellar al otro, a codazos, empujones, gritos, buscaron refugiarse. Hay balazos, dijo alguien más entre el montón ojos saltones.

Cayeron en el piso con el rostro rojo. Seguían peleando entre sí por alcanzar el pasillo, la puerta, esconderse tras las gruesas paredes del viejo edificio, llegar al patio interno, palparse las ropas y el vientre y la entrepierna: sentirse a salvo.

Los tres periodistas que estaban en el lugar se levantaron y fueron tras los rastros. Dos agentes de vialidad miraban atónitos. Por allá. Los empleados salieron de los negocios. Los mirones renunciaron a mirar. Algunos conductores bajaron para mitotear. Eran balazos. Se escucharon dos, tres. Pa pa pa. No no, fue una ráfaga. Se escuchó ta ta ta ta. Fuerte, muy fuerte. Al final todos supieron: un automóvil viejo, tosijoso por el cambio de clima y la falta de servicio de afinación, había disparado por el escape.

Columna publicada el 29 de diciembre de 2019 en la edición 883 del semanario Ríodoce.

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