Varias veces fue por ella y la sacó a jalones de esa casa blanca y alta que en sus intestinos parecía oscurecer de tantos misterios. Ahí vivía su amiga, una narca de primera fila, glamorosa, de buen vestir y gritar, siempre apurada y de pocas palabras si se trataba de conversar.
A su madre no le gustaba que se hija se fuera con ella. Algo en esa mujer le molestaba e inquietaba. Su hija salía en cuanto llegaba y apenas le decía, a manera de explicación, voy a una fiesta, voy con unos amigos, voy a una reunión familiar, a las nieves, al café, a dar la vuelta. Y apenas contestaba cuando su hija ya estaba encaramada en la camioneta.
Se iba y se perdía. Dos, tres, cuatro horas sin saber de ella. Y la madre con la angustia y el Jesús en la boca y la vida fruncida y el frío rayar del viento de las ametralladoras a lo lejos, en las páginas de las secciones policiacas, en los periódicos, en el carro de sonido que gritaba alerta y daba escandalizando la nota roja del día anterior.
Frotarse las manos, otear hacia la calle, el quicio de la puerta, las sombras. Esperando que las siluetas fueran de ella, las conocidas, y esos pasos los de su hija. Y esa voz. Y nada.
Algo debía haber en tanto misterio: detrás de esos muros blancos sabía que había delito, miedo, peligros. Ella le preguntaba y la preguntaba a su hija: nada mamá, nada, ya sabes, vamos de compras, al cafecito con las amigas, a cenar, a las fiestas, nada malo, cosas de mujeres, de divertirnos, ir a dar la vuelta, conocer amigos. No te preocupes.
Pero cada vez que podía y se enteraba que estaba en la casa de esa mujer, iba por ella y la sacaba. Jaloneos, gritos, mentadas. Un día un hombre que estaba ahí, descuadrado de ojos y de voz de nueve milímetros, le dijo que la dejara, que pura madre se la iba a llevar. La señora contestó que era su hija y que no iba a permitir que se quedara ahí. El hombre le lanzó dardos: usted no sabe quién soy, no sabe con quién se mete.
Esa vez logró sacarla. Días después salió de nuevo porque la narca fue por ella y la madre le dijo llévate al niño. Su hijo, de cinco años, llegó de regreso y le contó a la abuela que su mamá se la pasaba limpiando pastillas. Supo entonces que su hija andaba metida en eso de las drogas, los narcotraficantes, la venta del veneno. Lanzó un aullido de dolor y fue de nuevo por su hija. La joven se resistió pero la madre tuvo más fuerza y empeñó. Y la salvó.
Una noche de nuevo recibió la invitación para ir a dar la vuelta. Ella dijo que no. Su madre se lo había prohibido. Dos días después encontraron muerta a la narca: fueron por ella, la sometieron violentamente y le dispararon a corta distancia. La hija lloró. La madre también. Y se sintió aliviada.
Columna publicada el 08 de julio de 2018 en la edición 806 del semanario Ríodoce.