Lo que pasa en Las Quintas se queda en Las Quintas, o sea que no se publica en los diarios.
Lo tiene claro y procura no espantarse, sino aceptarlo. Pero le cuesta, le cuesta trabajo, sobre todo ahora que no prende el aire acondicionado: desde su recámara acogedora y esas ventanas abiertas lo escucha todo, incluso los suspiros últimos de las madrugadas.
Levanta la cabeza. No cree en lo que oye. Abre los ojos y no cree lo que ve. Se mueve hacia la izquierda y prepara una nueva embestida de Morfeo. Luego boca abajo, flexionando su pierna. Después del lado derecho.
Duerme, se desconecta, se muere en medio de la penumbra y del alumbrado público que salpica sus paredes de cristal.
Pero su sueño es ahora intermitente. Chillan las llantas cuando tallan el pavimento y ella se despierta y vuelve a acomodarse bajo la sábana. Escucha el tracataca de las metralletas cerca y a lo lejos. Se mueve de nuevo y acomoda su humanidad.
Las mentadas son lo de menos, la voz nasal de ese cantante de moda y la música de banda tampoco le afectan sobremanera, pero si los acelerones, las llantas hirviendo sobre el asfalto y los fogonazos estruendosos de los disparos de cuerno y pistola.
Todo se desbordó cuando escuchó a esas dos mujeres: no le bajaban de chingatumadre y puta. Escuchó primero ruido de frenadas, luego las bocinas de los carros, y después las mentadas.
Ahí, después de haber despertado, decidió levantarse y mirar por la ventana. Eran dos jóvenes, veinticinco años en promedio; estaban a un lado de sus carros, ambos con la puerta del lado del conductor abierta y gritándose.
Empezaron con agresiones verbales y señas con las manos y pronto pasaron a las armas; ella las vio, pero no se lo creyó. Las oyó claramente, pero no se lo creyó. Se escondían detrás de la puerta abierta y se asomaban sólo para disparar. Por turnos los disparos y el respectivo chingatumadre.
No se daban y tampoco parecía que los proyectiles se acercaran a ellas o a los automóviles. Bang-bang. Y del otro lado: bang-bang-bang. Era como una danza, un baile por turnos.
Recordó las películas de vaqueros, las policiacas espectaculares en las que hay muchos disparos y muertos, pero ningún rasguño en el cuerpo de los héroes, los buenos: ellas eran las buenas.
Se aburrió. ¡Ba!, no pasa nada. Siguieron en ese ritual cómico y fatal, pero ella se regresó a la cama: espero que recojan sus cuerpos antes de que me levante.
Despertó a las seis de la mañana y busco afanosa el periódico en la cochera. Buscó y buscó: ninguna mención al hecho.
La noche siguiente no pudo dormir: en el tablero parecía incendiar la pared de enfrente. Veía el reflejo de los fogonazos en los ladrillos de la barda, una y otra vez: ra-ta-ta-ta-ta; treinta segundos son una vida, un desvelo, insomnio.
Ni se asomó. Oyó pasos en la calle, gritos, choque de fierros; corte de cartuchos, cambio de cargador, movimiento de armas.
Qué película ni que nada: deseó tener blindada la ventana, la sábana, el camisón, la vida.
Noche de siete horas que parecieron quince o más. Seis de la mañana. Las Quintas se queda con lo que pasa en sus entrañas, pensó, pero no logró resignarse. Bajo apurada, agitando sus pasos.
Se asomó a la calle. Caminó por esos rincones de asfalto: manchas de sangre, pisadas en los charcos rojos, casquillos grandes, regados como ofrenda mortal.
Hojeó los periódicos: en sus páginas había ofertas de los supermercados y un desfile de palabras y fotos huecas, lejanas, baldías.
Columna publicada el 28 de enero de 2018 en la edición 783 del semanario Ríodoce.