La forma del agua

Así como la voz en off que acompaña al espectador por ese oscuro pasillo al inicio de La forma del agua (The Shape of Water/EU/2017) no sabe con cuál aspecto comenzar a contar la historia, tampoco sabría qué es más conveniente que le diga primero acerca del más reciente filme dirigido, escrito y producido por Guillermo del Toro, por el que ganó a mejor director en los Globos de Oro de este año, ha estado nominado en otros certámenes y de seguro será mencionado en varias categorías del Oscar.

El décimo largometraje del tapatío responsable de, entre otras, El laberinto del fauno (2006) es un hermoso y emotivo cuento de hadas, en el que destacan varios aspectos, de los que es digno resaltar su diseño de producción: cada cuadro es un cúmulo de detalles pensados y acomodados tan meticulosamente, que retratan preciso la época en la que se sitúa y hace a quienes están del otro lado de la pantalla, sentir que son parte de ese particular ambiente.

A inicios de los sesenta, desde el Amazonas, un anfibio (Doug Jones) con forma de humano, considerado un dios, llega un laboratorio de Estados Unidos, en el que Eliza (Sally Hawkins), quien es muda, se encarga de la limpieza, así como su amiga Zelda (Octavia Spencer). Los intereses del gobierno no son conservar ese extraño ser, por eso Strickland (Michael Shannon), el jefe del lugar, lo maltrata y quiere matarlo. Como Eliza le toma aprecio, recurrirá a Giles (Richard Jenkis), su vecino y confidente, y al doctor Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), encargado de estudiar esa deidad, para que no le hagan daño.

Las características del cine de Guillermo del Toro están ahí. El sello y estilo que el realizador ha desarrollado desde el inicio de su carrera, se reflejan maduros y refinados en La forma del agua: el cuento de hadas a su muy peculiar manera; sus propios, originales y extraordinarios monstruos; la historia de fantasía en medio de un conflicto político y/o bélico; la escrupulosidad para crear cada objeto, contexto y personaje; la “debilidad” que resulta ser todo lo contrario; y la diferencia como fortaleza, reconocida y no tanto discriminada.

Los personajes están muy bien delineados y las actuaciones son otra de las fortalezas del filme: si Hawkins hubiera hablado —y cuando imagina que lo hace, era mejor no escucharla— no habría expresado tanto como a través de su mirada, sonrisa, expresiones faciales y, en menor medida, con las manos; Spencer es perfecta como ese complemento e intérprete de su amiga, que platica hasta por los codos; las habilidades, debilidades, forma de hablar, cómo se recrea, lo que come y las distracciones, definen exacto al artista que representa Jenkins; las manías, frases, determinación y visceralidad del monstruo de Shannon, son precisas; las acciones y estrategias del doctor de Stuhlbarg, encajan muy bien con la bondad con la que lo etiquetan sus compañeras; y la mirada y sonidos del anfibio de Jones, dicen mucho más, que de haberlo hecho con palabras.

El más logrado trabajo de Del Toro, con pequeños toques de humor, es una historia de amor muy lejana de la cursilería; una alusión a la bella y la bestia aderezada por la seducción, sexualidad y erotismo, con una cámara que se mueve como pez en el agua, inspirada por una música que no pudo ser mejor. No se la pierda… bajo su propia responsabilidad, como siempre.

Artículo publicado el 21 de enero de 2018 en la edición 782 del semanario Ríodoce.

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