El cocodrilo

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No le gustó la escuela así que huyó de ella y de la casa de sus padres. En la ciudad, andaba de vago y temerario, como buscando bronca por todos lados, piruetas en los cruceros, toreando carros y retando al sol. En una de esas pensó que no le iba a pasar nada. Se sintió invencible, más que nunca, y saltó sin fijarse al río de acero y ruedas de la avenida: un camión de pasajeros lo atropelló y los testigos dijeron que vieron cómo las ruedas le aplastaban la panza.

Pero él se levantó de ahí como si nada. Un tío supo y le dijo este güey tiene piel de cocodrilo. No le hacen nada las llantas. Por dentro se preguntó si tampoco le entraban las balas. Lo metió en su casa y le dio comida, lo apoyó y le dio dinero. Como andan en el negocio, en cuánto pudo le dio una pistola y le dijo eres bueno para los chingazos y muy entrón a la hora de las balas, a partir de hoy eres mi guarura.

Cuando agarró cierta experiencia en el manejo de armas y en las operaciones del tío, le encargaron que se hiciera de cinco o seis cabrones. Ellos van a ser tus subordinados. Ahora tú eres mi jefe de escoltas. Y para donde andaba el tío, andaban él y ellos. Le quitó a policías y soldados del camino, limpió las veredas de enemigos y eliminó espinas a las flores de ese jardín de polvo blanco y dólares. Ni la sangre llegaba a mosquear el edén del tío que también era de él. Traía troconas del año, con suspensión de miles y blindaje grueso. Las morras se le subían sin que él les cerrara el ojo y tenía mujeres para mañana, tarde y madrugada.

Un día les dijo tómense un descanso. Pero jefe, está cabrón ahorita. Nada, nada. Me voy a quedar solo. Voy al río, a probar las llantas en el lodazal y a cotorrear con unas plebes. Pero jefe. Cómo chingan. Váyanse a cotorrear. Se fue al río y arremangó con lodo y agua. Levantó polvareda y construyó nubes en las dunas. Rugió el motor y las llantas aguantaron la carrilla. En la tarde les dijo a las chavas, vámonos de antro. Una en las piernas y otra al lado, abrazándolo. Pisteaban tequila y cerveza. Los enemigos lo vieron. Viene solo, cuchichearon. Hicieron señas. Lo rodearon. Al tercer balazo les contestó con cinco. Tumbó a dos. Pero eran muchos. Las chavas brincaron. Otros clientes se tiraron al suelo. Unos encerrados en el baño, tras los sillones teiboleros o la barra, los meseros hechos bola en un rincón y los que habían permanecido en la pista quisieron tumbar la puerta a patadas. No pudieron.

Ya sumaba cinco balazos en el pecho, abdomen y en un brazo. Y les seguía contestando. Hijos de su pinche madre, aquí está su cocodrilo cabrones. Tras tras tras. Hasta que soltó el rifle y se quedó callado.

 

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