El sobreviviente inaudito: ‘Guárdame por esta noche…’ (Parte II)

Cartón 2

Al otro día me levanté, me lavé la cara; estábamos parados, me metí al lado donde estaba dormido, me arreglé y le digo: qué onda, dónde estamos. Miré pa’ todos lados y no vi nada, y se supone que los cerros de la Baja ya se ven perfectamente. Entonces me preocupé; buscaba la orilla para guiarme, buscaba un cerro; algo movía la panga porque cuando una va para allá el maneral le queda de este lado, cuando viene de regreso te queda del otro. Buscaba y nada.

¿Qué onda?, le dije. No pos yo le di buscando la vislumbra, no sé, ¿dónde andamos loco? Pues no sabes tú, me dijo el bato. No pues yo que voy a saber; yo sí sé donde te dejé, pero no dónde estamos, qué ondas.

Entonces ya salió bien el sol y me dije: “pa’ donde sale el sol hay tierra”, y le di pa’ allá. Corrí dos tambulacas; eran 19 y ya nos quedaban cuatro. Corrí dos y son como cuatro horas, y no miraba nada, y el sol cambiando… y al rato ya estaba en el puro medio. Chinga tu madre, no miraba nada, y yo me preguntaba “pa’’dónde me jaló este compa”.

Pero no hay pedo, esperamos a que cayera un poco más el sol para ver por dónde se iba a meter, porque donde se mete siempre hay cerros; yo siempre me guío por eso, siempre: debajo de donde se mete el sol, hay cerros.

Ya me paré, abrimos un atún; comimos. Ya me fijé que iba bajando el sol; el mar estaba limpiecito; un chingo de caguamas, un bolerío. Teníamos que seguir. Ya me quedaban dos tambulacas; como no encontré nada, cambié el rumbo hacia donde caía el sol y corrí toda la tarde. Y ya muy tarde, cuando el cielo se empezaba a poner rojito, miramos un “barconón” grandote pero no nos acercamos, porque me dijo el bato que podían ser leyes.

Al rato oscureció y vimos el arado, las tres estrellas, y me dijo el bato: vamos para allá. Ya me quedaba poca gasolina; esas estrellas siempre están pa’l sur. Ya me quedaba una tambulaca; ya cuando me quedaba media tambulaca, menos de la mitad, le dije ¿sabe qué don Jorge? Vamos a apagar la lancha; la apagué y le dije: no hay pedo, el mar no contiene basura, siempre la saca, esta madre nos tiene que sacar… o tiene que venir otra panga.

Para mí era un juego ¿me entiende? Yo ya me había quedado sin gasolina cinco, seis días pero me hallaban; llevaba mi teléfono, mi brújula; llevaba cómo hacer una velita para navegar porque ya había pasado por esto; se me hacía un “polvaderón”. Y él nunca había echado un viaje, era el primero. Para mí era como jugar a las canicas.

Ya otras veces había improvisado velas y me había quedado sin gasolina, nada más que por la orilla, puchaba la panga, y hallaba atunes, llegaba a donde están los bajaderos de mota y siempre había cosas qué comer. En Ensenada Grande, en Bahía de los Ángeles; todas esas orillas me las sé porque ya las he andado. No te agüites, le dije, hay que dormir un rato; mañana Dios primero nos van a encontrar.

 

Su mamá era yaqui

Como a las tres de la mañana oí un ruido y me levanté, apenas se veía, ¡ah cabrón!, y ya vi que se movía despacito. Ya con los ojos bien abiertos vi que era un barco camaronero; prendí el motor; ahorita lo alcanzo, le dije a Jorge, que ya se había levantado también. Para alguna parte va, me voy a amarrar de él. Nos arrancamos en chinga y yo mirando el barco y la tambulaca, el barco y la tambulaca, porque como le dije, ya casi no traíamos gasolina; en chinga, en chinga. Y le cortamos distancia, casi toda; ya veíamos a los batos haciendo maniobras en la cubierta… pero no lo alcancé, no lo alcancé… se acabó la gasolina. Lo vimos cerca al barco, pero no estaba, la lancha corre veloz y ellos a nueve nudos; les eché grito a los compas; el bato también, pero con ese ruido no nos oyeron. Y se fue el barquito.

Ahí fue donde empezó la bronca. Vimos desesperados cómo se iba perdiendo el borbotón que hacen lo motores; la espuma que va dejando atrás; las rayas que se pintan en el agua. Poco a poco dejamos de oír el ruido que nos había despertado. Y al rato ya ni la lucecita veíamos. Puta madre, decíamos, con dos litros más de gasolina, con uno, los hubiéramos alcanzado.

Le dije el bato: aquí nos quedamos, por aquí pasan los barcos. Revisamos lo que teníamos: nos quedaban dos tambulaquitas de agua de dos litros, unos atunes, unas tortillas, unas latitas de chile. No hay bronca, ahorita nos van a hallar, porque Dios existe, nada más hay que cuidar el agua, ya he pasado mucho por esto, le dije a Jorge, no creas que es la primera vez.

Entonces empezamos a platicar. Ahí fue cuando me dijo que nunca se había aventado un viaje, que era la primera vez y que lo hizo porque se iba a casar. Yo le dije que llevaba varios, de hecho ese era el viaje 21…

Jorge me había visto en San Felipe porque él trabajaba en el barco de Cuy Piris y cuando yo llegaba con la mercancía me le pegaba al barco ese, de clavo. Luego llegaba la camioneta con el rebiate y subía la panga. En el día llevábamos chinchorros, comprábamos pescado y haz de cuenta que andábamos pescando; los guachos nos revisaban y los chinchorros apestosos para que los guachos los aventaran de hediondos: “vámonos”, se abrían los batos en caliente.

Al día siguiente nos levantamos, nos lavamos la cara y nos dimos ánimos. Me agarré del mecate de la proa y me paré a revisar el mar a ver si veíamos algo; remamos un rato cada quien sin saber para dónde le dábamos, y otra vez a revisar. Nada. Mirábamos pa’ todos lados y nada. Yo tenía 24 años y él 45; un señor grande, moreno; era yaqui. Su mamá era yaqui.

Ya de ahí había que cuidar muy bien el agua, racionarla. Y nos comimos un atún; ya en la tarde y noche… nada. Al oscurecer nos acostábamos: él dormía en la proa y yo en la popa, sin cobija ni nada; esa vez mi amá no me echó más que una sudadera, un short y unos guaraches playeros. Al cabo allá compro ropa y me vengo de volada, pensaba yo.

 

Las algas son dulces

Pasó otra noche. Ya había poca comida: quedaba un atún y un garrafoncito de agua. En una de esas vi unas pocas de algas; yo ya las había comido. Le dije: mira, esas son dulces, me voy a tirar por ellas. Y me tiré, amarrado de un mecate y nos comimos las algas. Me bañaba para estirar los pies; yo no me tiro, ya estoy viejo, me decía él. Me amarraba, y ya cuando brotaba algo me subía en chinga.

Como a las once botó una caguama. Me preguntó si ya había agarrado alguna y le dije que sí, pero no era cierto; me tiré un clavado y la caguama se fue en chinga; me tiré con miedo y me pegó una cagada machín; al rato, como a las tres de la tarde, vino otra que soplaba; estaba a un lado de la panga, la agarró el bato de la concha y yo de una aleta y la volteamos como “quequi”. Era un caguamón.

No te vamos a matar ahorita, le dijo el bato, si nos hallan mañana te vamos a dar chance, te vamos a dar una oportunidad. Dios mío, ayúdanos, decía yo, ya un poco desesperado. Y sí, otro día ya no teníamos agua. Duramos todo ese día y la noche, y nada. Lo mismo: remar un rato cada uno a ninguna parte. Y yo parado en la proa agarrado del mecate tratando de ver un cerro o algo. Nada, pura agua por todos lados, agua y más agua.

El día seis Jorge amaneció lamiendo la falca, porque con la misma brisa queda agua en la lancha, y me acuerdo que me dijo: Gera, ahí te dejé la mitad de la falca para que la lamas. Y a partir de entonces así le hacíamos todos los días. Me desgració la boca por la fibra de vidrio; todo el tiempo compartió conmigo la brisa y momentos de su vida; platicaba mucho… hasta que fue perdiendo la noción.

 

El hambre es cabrona

Y bueno, a la caguama ya le habíamos dado su día, pero ya teníamos dos días sin comer nada y el hambre estaba cabrona… y la sed; y le dije que la sangre era muy buena. En El Castillo hay mucha gente que la toma. Y bueno, le rezamos una oración y nos chingamos en ella; la agarramos entre los dos y le trozamos el buche y le botó un borbotonón de sangre y me prendí de ella; y la sangre me pasaba por la garganta, dulce y fresca, dulce y fresca, y me chorreaba la sangre por la cara y por la panza, y de volada se coaguló.

Yo ya tenía algo de barba porque me crece muy rápido. Y me acuerdo que me quedaban unos pegostones de sangre en la cara… y el bato empezó a vomitar porque le dio asco y no quiso comer. No, me dijo, yo me voy a echar unos tacos de chile; porque nos quedaban una o dos latas de chile. Entonces abrió la lata de chiles y agarró el papel de rollo que llevábamos y empezó a hacer tacos de chile con papel. Le dije: qué ondas, y me dijo que era para que no le cayera directo el chile porque era muy fuerte. Y yo comiendo carne fresca; me sabía sabrosa. Al ratito, un dolorazo de estómago me dio y a cagar, de volada; qué digestión ni que nada: cagaba pura sangre, y me cagaba de miedo, pero era la sangre de la caguama. Y para cagar nomás sacábamos las nalgas de la falca como hacemos los pescadores.

Después de eso, como a las horas, ya después del medio día, vimos un “barconón” grandote; era un barco turístico, lo vimos y le dije: que te dije Jorge, ya vienen por nosotros.

El barco venía derechito hacia nosotros. Ahí viene y ahí viene, y ahí estamos nosotros esperándolo todo el día porque iba llegando, iba llegando. Pero al rato vi que el barco se empezó a separar de nosotros, a apuntar la proa para otro lado, y decía yo: ¿será el aire que está volteando la panga? Pero no. El barco se empezó a separar y a separar, por otro lado. Chinga tu madre; nos vieron, nos tuvieron que haber visto; le hicimos muchas señas, gritamos; nos tenían que haber visto. Ahorita van a mandar un avión por nosotros, o una panga, algo.

Entonces ya en la tarde, como a las cinco, le dije a Jorge: ¿sabes qué? Yo voy a comer calientito otra vez. Agarré la concha de la caguama porque ya la habíamos destazado; la hicimos pedacitos y pusimos a secar la carne. Agarré la cimbra y la hice pedazos, porque es de madera, y luego agarré el pecho de la caguama: voy a asar el pecho. Entonces hice lumbre en la misma concha de la caguama y aticé, y era un “humaredón”. Mira, le dije cómo no lo hicimos hace rato para que nos viera el barco, pero de todas maneras nos vieron. Y al rato comimos pecho asado, jugosito, nomás nos faltó el tomatito.

Al otro día nos levantamos. Yo todos los días me levanto y leo mis oraciones; esa vez traía mi Justo Juez y la Magnífica, siempre la traigo porque me la regaló mi madre; esa vez traía una de plástico: Justo Juez de mi Señor Jesucristo/ Hijo de la Virgen María/ Guárdame por esta noche/ y mañana todo el día/ Que mi cuerpo no sea preso/ Ni mi sangre sea vertida…

Viene del naufragio, de todo eso; yo rezaba todos los días mi oración. Otro día me lavaba la cara y nada, otro día igual: a remar y remar y nada; pero nos dábamos ánimos, nos levantábamos y le decía allá está la tierra, y me decía: si allá está; pero se levantaba el sol y eran las nubes, como que nos seguíamos la “cura” para darnos ánimos; oíamos ruidos y decíamos: “oi”, viene una panga. Y nos poníamos abusados como para verla, pero no, no era nada. O con el ruido de los aviones, porque aviones sí pasaban pero eran los comerciales; nomás la línea blanca mirábamos… eso como a los siete días.

Reportaje publicado el 9 de abril de 2017 en la edición 741 del semanario Ríodoce.

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