Borrachera

Casada con un hombre que la dejaba hacer y deshacer, ese mediodía decidió aceptar la invitación de su amiga para empedarse en algún bar como regularmente lo hacían. Empezarían temprano en algún antro, combinando en sus gargantas un arcoiris de sabores y comida: del ron al vodka y de ahí saltar a la ginebra y volver de nuevo al tequila y el güisqui.
Pistearon hasta las dos de la mañana y luego se despidieron. Dolor de cabeza, intolerancia a los ruidos, hipersensibilidad a los olores que viajaban desde el baño y la cocina y se estacionaba en la sala, donde estaba sentada. Decidió acomodar su abultado trasero en la poltrona de la cochera.
Ahí estaba, sin brasier y en camiseta. Con un pantalón holgado. Dos hombres llegaron hasta su acera y descendieron del surito blanco. De tres brincos ya estaban frente a ella, sometiéndola. Órale hija de la chingada, súbete al carro. Empujones, mentadas. Con la blusa le cubrieron el rostro.
Le ataron las manos con las tiras de plástico que usan para amarrar. La llevaron a un paraje enmontado y ahí le dijeron que confesara de una vez. Ella, alterada, anegada en agua salada, contestó a gritos que no sabía de qué se trataba. No te hagas pendeja. Tú fuiste, cabrona. Ella reclamó, lloró, siguió insistiendo, y preguntó de qué se trataba. Tú la mataste. Y no preguntes: encontramos a tu amiga muerta, cocida a puñaladas, después de la peda que se pusieron anoche.
Abrió más las llaves de su llanto. Lo negó todo y dijo que tenía una hija que la esperaba. El que más le gritaba le pegó una cachetada y envolvió su cara con una bolsa de plástico. Confiesa, cabrona. Facilítame la chamba, para desocuparme temprano. Ándale perra, suelta la sopa. Estaba abatida por la noticia de la muerte de su amiga y aterrada por estar en manos de esos dos.
Uno de ellos se bajó del carro. Fumó un cigarro. Hizo un par de llamadas. Regresó y amenazó con ponerle de nuevo la bolsa de plástico. No por favor. Luego la agarró de la blusa y la acercó a él. La besó y le sobó más allá de las fronteras de algodón. Estás bien buena y se ve que eres cabrona, que aguantas. Deberías trabajar conmigo. Ella pidió que la dejara en paz, que quería ver de nuevo a su hija.
Mientras el otro solo miraba, el más fiero de esos dos parecía no escucharla. Le dijo tienes buena nalga. Deberías ir a bailar conmigo un día de estos. Le dio una orden al que permaneció frente al volante y emprendieron la marcha. Él se acercó de nuevo para besarla. Casi brinca hasta el asiento trasero. Me caes bien. Fueron a la oficina del Ministerio Público y se bajó con ella. La condujo hasta la secretaria y la hizo firmar algo que no leyó. Como despedida el hombre le dio una nalgada: deberíamos irnos a bailar, cabrona.

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