Quiero leer

Quiero leer

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Leía entre maravillado e intrigado un capítulo de El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa, en el que Fonchito, personaje inolvidable en Elogio de la madrastra y Los Cuadernos de don Rigoberto, hijo de don Rigoberto, hijastro de la sensual Lucrecia, comenta sobre su reciente encuentro en el colectivo Lima- Chorrillos con el inefable Edilberto Torres, cuando alguien me sacó de mi abstracción lectora,  un amigo:
—Ese mi pinche Franco, como siempre en la buena vida, leyendo a toda madre, cómo te envidio.
Vi de quién se trataba y pensé, metiendo el separador de lectura en la página en que me había interrumpido, “uta qué hueva”, pensamiento del que a lo mejor ni se entera por su infinita incapacidad lectora, la cual le agradezco porque me permite que me sobrevalore sin correr el riesgo de que al leerme se dé cuenta que no soy tanto.
A toda madre, como cuando leo, se sentó sin preguntar siquiera si esperaba a alguien. No esperaba a nadie, pero alguito de educación no le venía mal. Faltaba poco para que el gran  espectáculo del atardecer en Olas Altas se desplegara frente a mi palco del Café el Faro, por lo que cerré mi libro con una sonrisa entre cordial y resignada.
—¿Qué te tomas? preguntó.
Frente a mi estaba una Corona a punto de vacío, lectura elemental, pero aun así se la señalé con el índice, con fundado temor que viera el dedo, no lo señalado. Corona para mí y un menjunje con vodka para él, por una larga explicación en la que intervinieron ejércitos de triglicéridos y colesteroles que le habían cambiado la vida al extremo de pedirme que le ayudara a “aprender a leer”. Encendí un Delicados con filtro, el sol estaba a instantes de ocultarse, indiqué el horizonte con un movimiento de cabeza, no con el dedo, para que no se clavara en él:
—Ahí viene un buen rayo verde, ponte atento.
Pues resulta que jamás había visto un rayo verde y cuando apareció en todo su esplendor y le dije con entusiasmo que ahí estaba, gringos y gringas alocados brincando de gusto, la raza en pleno del Belmar aplaudiendo la aparición del espectro, le tomaron infinidad de fotos con celulares, pero él no lo vio por la simple y absurda razón de que a él eso le parecían mariguanadas.
—¿No serás daltónico? –pregunté, asombrado.
—Qué pasó, mi cabrón ¿ya nos llevamos así?
En esos casos, tengas o no ganas, una ida a mear es pausa clave. Allá fui. Debí fumarme un Delicados, pero los dejé en la mesa, a la que regresé para encontrar a mi amigo esculcando a El héroe discreto, que de inmediato puso en mi lugar al advertirme.
—No sé cómo le haces para leer esos libros gordotes, seguro lees hasta cuando cagas unos cerotes gordotes, ¡jajajajajajajajajajaja!
Tentado estuve en decirle que el trono, desde los tiempos en que era una humilde letrina en La Cruz, en donde desprendía para leerlos los recortes de periódicos que hacían las veces de papel higiénico ensartados en un gancho, era mi sitio favorito para leer, pero me salvó una cabrona mulata, con una minifalda soberbia que mostraba unos muslos celestiales para el disfrute del pendejo que llevaba a su lado:
—Pobre pendejo, ni va a saber qué hacer— indicó mi amigo con ánimo de convertirse en director técnico de la contienda y pidió dos más, su vodka y mi Corona.
—Ya con esa me despido— advertí, pero como que no me escuchó.
—Qué buena vieja, pinche Franco, no se la acabaría conmigo, me cae. Una Cialis y la pongo a chillar como una loca —su carcajada se escuchó por toda Olas Altas y, quizá, hasta la Plazuela Machado. La pinche vieja y el pendejo que la acompañaba ni se inmutaron en su mesa del Belmar. Los gringos sí se sacaron de onda. A lo mejor eran canadienses.
Apenado, volví al baño, ahora sí con un cigarro y encendedor. Pero olvidé el libro. Nadie es perfecto.
De nuevo lo encontré esculcando el libro y digo esculcando porque pasaba las páginas a toda velocidad, como si esperara encontrarse con una secuencia de dibujos animados. Brindó por mi regreso. Brindé con él. Su vodka se esfumó con su vehemencia en el brindis y pidió otro más, y de nuevo el asunto de los triglicéridos, el colesterol y otros rollos por el estilo. Hasta empezaba a padecer gota, y no lo tranquilicé mucho diciéndole que era una enfermedad de reyes.
—La verga— me dijo, muy ilustrativo.
Tenía un estupendo ángulo de la mulata y el pendejo —él no, que estaba absorto en la portada del libro: un florero, una silla, una mesa, sobre ella un papel arrugado con una araña de cinco patas. En una esquina la leyenda Premio Nobel de Literatura.
—¿Es chingón este bato, Franco? ¿Te llega?
¿Qué le decía?
—Él es un chingón.
—Pues ni tanto, mira esto El héroe discreto ¿Cuál pinche héroe es discreto? ¡Nomás dime uno!… ¡discretos mis huevos!
Me puse en pie con intenciones de regresar al baño.
—¿Eres diabético, cabrón?
—No. Me estiro, rato sentado cansa.
Bajó la cabeza y me reiteró:
—Ahora que ando jodido con este rollo de los triglicéridos, el colesterol y la gota, quiero clavarme en leer, ¡morro, otras dos, y en chinga pa’que ganes propina! Y quién mejor que tú para decirme qué leo, cabrón, si eres mi broder.
Pandeé la espalda con las manos en los riñones  para relajarme y le indiqué que se pusiera de pie, señalando hacia mi izquierda; la mulata estaba sola, sus piernas superaban el espectáculo del atardecer,  el pendejo andaría en el baño. Vodka y Corona llegaron a nuestra mesa. Me miró suplicando autorización, me encogí de hombros y antes de irse  tras la mulata con su bebida y la mía, un abrazo de despedida y nos queríamos un chingo. Tomé el libro de la arañita de cinco patas y me largué.
Chango viejo no aprende maroma nueva.

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