El quinto en la lista

 

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Soy el número cinco. Lo dijo para que nadie lo oyera. Su voz baja llevaba los decibeles del cementerio, la tersura de las sombras cuando el día se despide y el sol se cae, ya sin fuerza. Sus amigos se quedaron absortos. No sabían de lo que hablaba, pero se lo imaginaban. Soy el quinto, compadre. Es la neta. Ya mataron a cuatro, de un total de siete. El siguiente soy yo.

Era policía municipal. Doce en apenas tres meses y medio habían sido quebrados a balazos: trozados por la espalda, sorprendidos en sus casas, abiertos y sangrantes, desgarrados, arremangados por las tripas, con las ideas grises desparramadas en la nuca y los proyectiles traspasando la piel y perforándolo todo.

Siete habían sido los agentes que acudieron a la balacera. Los soldados eran el objetivo. Se quedaron en medio de un estruendoso y aplastante fuego de alto calibre. Granadas, disparos de plomo gris candente. Unos setenta gatilleros jalándole a las armas. Solo se escucharon gritos de lamento, de auxilio, sobre todo cuando empezaron a incendiarse las patrullas militares y los de uniforme quedaron atrapados, devorados por las llamas.

Fue cuando llegaron los policías. Muchos se resistían. Tal vez una orden de que no se acercaran, quizá el miedo de acudir. Fueron siete los que se arrimaron y como pudieron ayudaron a los militares heridos, pidieron apoyo por el radio y llamaron a las ambulancias. Cargaron a los soldados, les dijeron aguanta bato. Todo va a estar bien. Ya viene la ayuda, tranquilo, tranquilo. Ya están a salvo. Se los llevaron al hospital.

El saldo fue de cinco militares muertos y varios heridos. También un socorrista lesionado. Bastaron unas cuantas semanas para que supieran de esa lista negra: son siete y los siete van a morir, uno a uno, trozados por las ráfagas filosas de la espada narca. Y así fueron cayendo. Cuando salían de turno, frente a sus familias, levantados y luego aparecieron ejecutados a tiros y torturados. Cuando tuvo la certeza de que lo esperaban en algún lugar dos, tres, cuatro o cincuenta balas, les dijo a sus amigos: sigo yo.

Trataron de calmarlo. El bote de cerveza tenía miedo, por eso temblaba en sus manos. Las papitas y los picadientes para pinchar el queso y las salchichas se le negaban, se movían o brincaban de plato en plato. No le voy a decir a la familia, no quiero que se preocupen. Trataron de calmarlo y se embriagaron. Él no pudo. A los días lo enviaron a cuidar una casa de seguridad. Sus días en el calendario eran números rojos.

Estaba ahí, parado. La mano en el arma y la vista de halcón. La vida no vale un cartucho y para él había varios. Desde un carro asomaron dos y le dispararon. A los días ejecutaron a otro y a otro.

 

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