Nadie se resigna y siguen buscando a los cuatro pescadores de Dautillos

Nadie se resigna y siguen buscando a los cuatro pescadores de Dautillos

Al cumplirse seis días de haber desaparecido en el mar, no hay rastro de los cuatro pescadores de Dautillos. Son tiburoneros de ocasión. Salen al camarón cuando es la zafra, pero igual a la baqueta sacada con cimbra, a la escama capturada con chinchorros y a pescas menores. Se trata de sobrevivir en un pueblo, donde parece haber más niños que adultos, que se la pasan en un trajinar imparable sobre los patios de arena.

Son las cuatro de la tarde y dos de la docena de lanchas que partieron en la madrugada a buscarlos, han regresado. Solo hay desolación en sus rostros curtidos por el sol. Ellos se dirigieron al norte y llegaron hasta las aguas de Topolobampo sin encontrar rastro de los pescadores. Regresaron porque no llevaban provisiones para pasar la noche en el mar, pero dicen no perder la esperanza.

 

LOS PESCADORES desaparecidos salieron en busca de tiburones.

 

Intentan dar un parte esperanzador ante los vecinos que se arremolinan en el pequeño muelle esperando buenas noticias. Dicen que están peinando todo el mar, que son muchos y los están apoyando avionetas y helicópteros. “Allá, por Topo nos encontramos fragatas que andan en lo mismo”. Seguiremos buscando, el mar es muy grande no es fácil, pero seguiremos buscándolos”.

Se acerca la madre de Miguel Ángel, el capitán de la panga perdida. Es la temporada del tiburón; otras lanchas han llegado repletas de escualos por esos días. Les pagan a 35 pesos el kilo, así que si sacan una tonelada, el viaje vale la pena. “Tenemos fe de que los van a encontrar –dice–, la esperanza no se nos acaba; otros pescadores se han perdido más días y han regresado; tenemos fe en Dios”.

Hay un intercambio doloroso de miradas entre los buscadores y los que se quedaron en tierra. Son hombres de mar, acostumbrados al riesgo. Algunos ya se quedaron días sin gasolina, al garete, o pasaron por un accidente y tuvieron que regresar remando con las manos.

Y hay otros, como don Rodolfo, que en cincuenta años de meterse al mar nunca se quedó “ponchado”, como él dice. Es el tiburonero más viejo que hay en Dautillos. Sueña, como el Santiago de Hemingway, con sacar el pez más grande para retirarse con dignidad, pero sus huesos apenas le ayudan para levantarse de su silla de manta tejida con piola de pescar. Su casa está pegada al mar. Apenas se baja de la lancha y su mujer lo espera con un vaso de café. Es un tejabán miserable que alberga sus cacharros de pesca ya en desuso: cimbras de un kilómetro, cientos de anzuelos mohosos por falta de acción, tambulacas vacías, ganchos, remos apolillados…

 

DON RODOLFO, es uno de los tiburoneros más viejos de Dautillos. Foto Cortesía: Fany Martínez.

 

Se queda muy callado cuando le preguntamos qué piensa de los muchachos extraviados. Más que escucharlo, a un hombre como él hay que leerle la mirada. Y seguir sus manos cuando se talla su cara deslucida por los años.

Si no atraviesan el “charco” para ir a la Baja sur, los tiburoneros son los pescadores que se meten más adentro del mar buscando capturas. Cincuenta y hasta cien kilómetros.

Otro pescador más joven, Francisco, regresó hace días con la panga hasta el tope. Anduvo por los 60 kilómetros adentro. También tiene la esperanza de que los “plebes” regresen, que se les haya caído el motor con un golpe de marea y que ahora estén al garete.

“Gasolina no les faltó –dice—, siempre que sales llevas gasolina suficiente porque ya sabes lo que vas a gastar. Otra cosa que pudo haber pasado es que el motor se les haya descompuesto y entonces también te quedas al garete con la esperanza de encontrar un barco que te lleve a tierra”.

La pesca del tiburón consiste en que los pescadores llevan un chinchorro que tiran a lo largo de tres o cuatro kilómetros. Es una maniobra que dura media hora. Llegas al oscurecer, escoges el lugar, lo tiras y puedes estar dos o tres horas observando si hay o no capturas; eso lo pulsas por el peso que representa la red. Luego los pescadores cenan algo y se acuestan. Malo. Alguien debiera vigilar, dice Francisco, y tener lista alguna linterna porque no son los únicos que andan en el mar. Una noche, hace años, una lancha tiburonera fue atravesada por otra que venía de regreso luego de hacer un viaje con mariguana a San Felipe; no los vio.

Esas pangas navegan a toda velocidad y casi a ciegas en la noche, solo guiados por el GPS. Les averió la falca y casi rompe el motor. Los pescadores, que dormían en el hueco de la proa, unos, y otro en la panza de la lancha, despertaron con el impacto, cortaron el chinchorro y regresaron antes de hundirse.

Suele pasar, dice el Chico, que cuando el chinchorro está cargado y hay corriente, ésta te arrastra hasta 20 ó 30 kilómetros. Y entonces tienes que maniobrar para tener el control de la panga y de la pesca. Y vigilar que el peso de la carga, cuando hay buena captura, no se trague la lancha, que no mide más de 27 pies. Dice que una panga no se hunde porque trae tambores flotadores con aire. Para eso son. Pero don Rodolfo no piensa lo mismo cuando se trata de lanchas viejas. “A esas les entra el agua y te vas a fondo”.

 

DOÑA ROSI es madre de José Francisco y Jesús Daniel, dos de los pescadores desaparecidos. Foto Cortesía: Fany Martínez.

 

Dos de los muchachos perdidos, José Francisco de 23 años y Jesús Daniel de 17, son hijos de doña Rosi. El primero está casado con dos hijos, un niño de seis años y una niña de apenas un año cumplido. Todos ellos, hermanos y amigos de la familia están ahora en su casa, esperando buenas noticias.

Piensa que la búsqueda de los muchachos debió iniciar desde que no volvieron. Los esperaban para el viernes por la tarde pero no llegaron. Le hablaron a la capitanía pero ésta les dijo que tenían que pasar 72 horas para darlos por desaparecidos y empezar a buscarlos. Buscaron al patrón para que hiciera algo, Francisco Javier Camargo, don Pancho, dueño de la congeladora Franjamar, pero les respondió puras evasivas. Y a los días siguientes no le pudieron ver la cara. Ese martes se montó en una de las pangas que salieron a buscarlo y llevaba provisiones para dormir en el mar y seguir la búsqueda al día siguiente.

Uno de esos días, una lancha encontró en el mar un cobertor y un saco de mujer. “El saco era mío”, dice doña Rosi. “Yo se lo di al más chico para que se cubriera del frío, como no lo voy a conocer… era mi saco… y la cobija era de mi otro hijo, el casado”.

“¿Llevaban chalecos?” es una pregunta que repetimos toda la tarde a los entrevistados, y los más contundentes fueron los otros trabajadores de don Pancho que se quedaron en tierra. “Aquí nadie usa chalecos”.

–¿Y radio? ¿Llevaban radio?
— Llevaban un wokitoki, pero eso no les sirve para comunicarse con tierra. Los usan para cuando hay un barco grande, le llaman y le dicen que están ahí, para que no se los vayan a llevar de corbata—dice uno de ellos.

El aparatito tiene un alcance máximo, en buen estado, de 12 kilómetros.

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