Crónica: La exhumación de 11 restos humanos de nueve fosas en Guasave

Por el tatuaje en su espalda, se infiere que él ya sabía en lo que andaba y cómo terminaría su vida: “cuando la muerte me sorprenda, bienvenida”. Y sí, terminó ahí. Un metro bajo tierra, en terruño ajeno.

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Quienes anticipan su origen, dicen que vivía en Los Mochis, la tercera ciudad en importancia económica y poblacional de Sinaloa, que está a unos 75 kilómetros al norte de este punto playero.

Habría llegado aquí inmovilizado por sus captores, y viajando por tierra sin que ningún policía lo detectara.

Cruzó de cabo a rabo dos ciudades, y terminó en ese monte, en las entrañas del municipio que tiene su propio clan criminal, incisión violenta del Cártel de Sinaloa y desglose del diezmado grupo Cártel de los Hermanos Beltrán Leyva, el Cártel de Guasave.

Se quedó como dormido, tendido, en esa fosa clandestina que fue cavada en el bordo del dren Burrión, a unos 200 metros al nororiente de Casa Blanca, una zona que por primera vez pisaba el grupo de búsqueda de desaparecidos Rastreadoras de El Fuerte sección Guasave.

Un disparo de grueso calibre en la cabeza acabó con su vida. El cascajo de bronce calibre .223 para fusil tipo AR-15 dejado en el lugar fue su acta de defunción, que también fue sepultada junto con él.

Él no estuvo en ese limbo solo. Diez personas más tuvieron idéntico destino, y la misma sepultura. Fueron enterrados como eslabones en una cadena macabra. Nueve tumbas se cavaron en poco menos de media cuadra. Un cuerpo a cada dos pasos, en total nueve fosas. En ellas, 11 despojos humanos. De ellos, ocho son hombres y dos mujeres. Una de las dos fue sepultada desnuda. El otro es una osamenta, que aún no se determina si se trata de un hombre o una mujer.

Todos los cuerpos estaban en descomposición, y por tanto de sepultura clandestina reciente. El que menos tiempo tenía enterrado no alcanzaría una semana, y los restantes nueve, de medio año a tres meses.

Todos ellos fueron localizados por el grupo de búsqueda que ya tenía un mes explorando la zona.

Muchas veces erraron el camino, muchas veces nada encontraron. En otras ocasiones las miradas amenazantes de nada sirvieron para amedrentarlas, y el mero día, ni las cuatrimotos que se les emparejaron las hicieron desistir, mucho menos cuando a sus espaldas se internaron en ese monte que oculta la playa Buenavista.

Por eso se apearon de la troca, y los pinos que se mecían por una brisa mañanera les dieron la señal de que estaban en el lugar correcto. Y comenzaron a cavar. La faena fue un tanto menos penosa que en otras ocasiones porque la motoconformadora que días atrás había nivelado el bordo parecía marcar con exactitud la ubicación de la cadena macabra de sepulturas clandestinas.

Ellas desenterraron el cuerpo de él, luego el de su compañero, y como extra, la osamenta.

Luego, una a una de las sepulturas clandestinas afloró a ese cielo que entonces ya era de un azul profundo y recalentado.

Los cadáveres mostraron entonces sus vestimentas. Y cuando parecía que oteaban el horizonte para guiar a sus familias hacia ellos, una muchedumbre invadió el lugar.

Las madres acongojadas por la ausencia del hijo pródigo se aferraron a esas otras mujeres que ya están curtidas de tanto dolor. Querían saber de cicatrices, de vestimenta, de nombres para saber si en ese panteón secreto estaba el producto de sus entrañas. Nada consiguieron.

Sin embargo, la cifra negra de desaparecidos dio un paso agigantado.

Justo en ese panteón, las historias de hijos desaparecidos, de padres ausentes, de tíos que en un instante se evaporaron, de muchachas que en un abrir y cerrar de ojos se borraron de la vista de todos, se multiplicaron. Eran historias nuevas, pero sucedidas cuatro años antes.

“Llegamos a mil desaparecidos en ese momento, contra 167 personas sustraídas de la tierra”, contó Mirna Nereyda Medina Quiñónez, lideresa del grupo de búsqueda de desaparecidos.

“¿Dónde están los demás? ¿Dónde están?”, se quedó preguntando.

Artículo publicado el 5 de mayo de 2019 en la edición 849 del semanario Ríodoce.

 

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